Confabulario
Manuel Gregorio González
Zapater y Goya
Postrimerías
Dijo la otra semana el presidente de la comunidad más endeudada de España, a quien sus paisanos llaman cariñosamente el nen barbut, que cuando logren la llamada soberanía fiscal no dejarán de destinar a las autonomías menos ricas unas migajas, tampoco muchas, por lo que puede deducirse, y entregadas como con asco, a la manera de las burguesonas que cumplen con el mandato de la caridad arrojando unas monedas al mendigo encanallado, sin reprimir una mueca de desaprobación y fastidio. Este nen, al que ni sus partidarios se toman en serio, representa ejemplarmente la desfachatez y la mediocridad de la clase política en la próspera comunidad catalana, a la que nadie podrá acusar ya –no extraña que sus compañeros de viaje buscaran el favor del déspota ruso– de ir por delante en la convergencia con la Europa civilizada. Los vagos andaluces deberíamos estarle agradecidos por que acceda a contemplar esa especie de limosna temporal y sujeta a un régimen de austeridad, que no es precisamente el que han aplicado él y sus predecesores –no indignos herederos de la honorable famiglia– en su poco brillante desempeño como gestores autonómicos. Curioso país este donde los mendigos y los vagos, seres incoherentes, anárquicos, destruidos, conforme a la caracterización ya clásica, ejercemos de explotadores, anomalía que el otro candidato independentista, teórico aliado y siempre archienemigo, está también decidido a erradicar. Todo lo que se diga sobre este último será poco, porque no hay manera de superar los ridículos contornos del personaje que ha construido él mismo, llevando a límites insólitos –incluso para la generosa medida española– la capacidad de ciertos hombres públicos para convertirse en caricaturas. Ya lo hemos apuntado otras veces: si no fuera por el hecho innegable de que una mitad mal contada de los ciudadanos catalanes –en realidad parece que son más– no apoya la independencia, muchos españoles de otras comunidades votaríamos encantados para que la llevaran a efecto. Quizá el referéndum, después de todo, y aunque ya sabemos que los plebiscitos los carga el diablo, no sea una mala idea, siempre que la consulta se extienda, como es preceptivo, al conjunto de la nación, con un conocimiento previo y muy preciso de los costes que conllevaría la eventual secesión pactada. Puede que los resultados fueran doblemente sorprendentes, tanto en Cataluña, donde los que se mueven en la ambigüedad tendrían por fin que retratarse y ni siquiera es seguro que todos los soberanistas opten a la hora de la verdad por la ruptura, como en el resto de España, donde la desafección y el hartazgo han crecido hasta un punto de difícil retorno.
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