La sensación reinante cada nuevo día es que lo peor está por llegar. El personal se resigna entre suspiros y en cada suspiro un sorbo de vida que viene y va. Estos días, las calles reducen su ritmo cardiaco y apenas dejan oír nuestras pisadas entre rumores lejanos de fiesta y perros paseando, con las ventanas abiertas de par en par. Cuanto más cerca nos dicen las autoridades que está el pico de contagios, más lejano se ve. Y mientras los hospitales se preparan para lo peor, los sanitarios caen como moscas. A veces dan ganas de no leer más noticias y apagar el móvil. Hay quien no logra entenderlo, pero basta comparar los equipos de protección que usan los sanitarios chinos con los nuestros. La imagen los dirigentes políticos se ve tan empequeñecida por la pandemia que tendrían que guardar silencio para no ser vistos como ineptos con denominación de origen. No sólo son incapaces de protegerlos, ya no se ponen de acuerdo ni para coordinar las tareas. Mientras la sociedad civil se confina y se vuelca en echar una mano, nuestros representantes, a veces, parecen jugar a la casita de Pinypon. Si tuvieran la mitad del respeto que sienten nuestros sanitarios por la amenaza del virus, exponiendo su salud y la de los suyos, otro gallo cantaría.

La Administración sigue sin contabilizar a todos los contagiados porque carece de herramientas y conocimiento. Ni siquiera llegan los test rápidos. Los recuentos también se dejan en la cuneta a muchos fallecidos, porque sólo se contemplan las muertes de los positivos registrados de antemano. En los enfermos que mueren en casa con síntomas de coronavirus, pero sin conocer el resultado de la prueba, a lo sumo se certifica su muerte por infección respiratoria. Los familiares no saben qué hacer, ni cómo actuar, rotos por el dolor. Y los ciudadanos, a falta de más transparencia, no pueden ni imaginar la dimensión de la pandemia.

El despropósito de nuestros gobernantes, comprando test que no sirven, nos puso de los nervios porque hasta los chiquillos saben dónde reside el problema. Al frente del mando único contra la pandemia se sitúa al ministro de Sanidad, Salvador Illa. Parece un gran profesional y excelente docente, con gran bagaje laboral, político y, por qué dudarlo, incluso humano. Pero es filósofo, no sanitario. Este detalle que nos provoca escalofríos, hace 15 días nos parecía normal. Y para colmo, dirige un ministerio vacío de competencias que carece de personal cualificado para afrontar lo que se le viene encima. Sanidad ha sido siempre la 'maría' de nuestros Ejecutivos, a la que nadie echaba cuenta. Con el nombramiento de Illa se pensó en clave partidista, no en fomentar la investigación para, por ejemplo, tratar de descubrir una vacuna contra la envidia y la corrupción. Lo mismo pasa en los Ayuntamientos. Urbanismo es fuente de grandes broncas. Nadie se peleó jamás por Asuntos Sociales.

Algunos sanitarios no pueden ocultar sus temores, otros se escudan en su trabajo y, sin poder dormir bien, sólo piensan en volver a la trinchera para no traicionar a quienes sostienen el sistema. No es fácil trabajar con tanta tensión acumulada, sin saber a qué se enfrentan y sin contar con los medios necesarios: sin saber si tendrán un equipo nuevo o tocará reutilizar el del turno anterior. La sociedad con ese aplauso diario les lleva algo de esperanza frente a los sobresaltos. Ahora toca acertar desde los despachos cuanto antes porque, de lo contrario, nuestro ejército de profesionales será reducido por el maldito virus.

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