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Qué bello es vivir

Para educar a un niño, como diría un masai españolizado, hace falta toda la cultura occidental

Estas vacaciones el trabajo me tiene rodeado. La paradoja resulta un poco incómoda. Sin embargo, la coyuntura me deja apreciar otra cosa. Mientras yo estoy escribiendo este artículo, que debe ser el sexto o séptimo folio que expido hoy, mi mujer ve con mis hijos la película de Frank Capra Qué bello es vivir. Qué maravilla el matrimonio. Yo tecleo como un negro (ghost writer, quiero decir, cero racismo), como un negro de mí mismo, pero la formación de mis hijos está en buenas manos. El gran poeta José Luis Tejada hablaba de su matrimonio como un pulpo en la cama de ocho extremidades. No es su imagen más bonita, pero yo ahora me alegro una barbaridad de tener más de dos brazos, pues los míos están atados al teclado.

Y no es sólo mi mujer, sin perjuicio de nuestra monogamia. También están las manos de Capra y su excelente película. Como yo me la sé de memoria, desde mi despacho escucho los diálogos y recreo las escenas, que apruebo con hondas cabezadas. Lo mejor de este artículo está entre líneas, por tanto. Dicen los masai que, para educar a un niño, hace falta toda la tribu. Yo admiro a los masai, mas digo más. Para educar a un niño hace falta toda la cultura occidental.

Sigo escribiendo, Dios sabrá de qué, pero mis hijos están recibiendo una lección de sentido de la vida, de servicio a la comunidad, de amor familiar, de economía distributista, de angelología básica y, de paso, de buen cine. Puedo teclear tranquilo y estresado de lo que me parezca. Sé que no me echan de menos en el sofá con su madre y su manta eléctrica. También está Aspa, nuestra perra, en el regazo de Carmencita. Sólo faltamos el canario y yo, los pájaros cantores.

Resulta fundamental celebrar lo accesorio que es uno, para que no nos entre el nervio. Aunque quisiéramos estar en todo, no podríamos, así que es muy consolador saber que tenemos las espaldas perfectamente guardadas por Donna Reed y James Stewart y por una visión del mundo que no sólo es acertada, sino feliz, redonda y consistente.

Puedo escribir, por tanto, de cualquier cosa, con tal de que sea rápida, porque me gustaría sumarme al coro familiar justo en el momento en que Georges Bailey regresa a su casa corriendo, mojado, emocionado, enajenado, enamorado, y es recibido por su familia y por sus vecinos, y todo es una fiesta, y se nos vuelven a escapar, aunque nos sepamos la película de memoria, unas lágrimas felices. Suena una campanilla.

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