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Gafas de cerca

Tacho Rufino

jirufino@grupojoly.com

La alegría va por barrios

No queda sino contentarse con que el proceso fue lo importante, y no su fin. Dicho sea esto por un improbable cofrade

Supongo que usted tiene un pueblo del que se siente orgulloso de proceder o en el que, con suerte, habita y hasta trabaja con la quietud y la cooperación que la gran ciudad no suele proveer. O usted añora un barrio en el que creció y quizá estudió, y en esa despensa de cariño usted guarda una idealizada pertenencia y la entrañable cotidianidad que dio la vecindad, el saludo por el nombre o el apellido. De esa alacena de la memoria sacamos latitas en conserva en los momentos románticos. Es más probable que usted, sin embargo, viva en uno de esos “rompeolas de personas amamantadas por mil leches” que es una capital grande, según la define un amigo.

En estos días de Semana Santa, para gozar de las costumbres no hace falta ser nazareno ni hermano de las asociaciones civiles y religiosas que llamamos hermandades o cofradías: se puede amar a tu lugar sin participar de sus procesiones, sus romerías, sus ferias o sus carnavales, pero al mismo tiempo sin rechazarlas como si en ello nos fuera la honra. Vivo en un barrio, o sea, la antítesis de una urbanización. Un sitio colgado en sus días que, en verano, se convierte en un Macondo de distrito, cuyas calles de aceras entorpecidas por naranjos agrios son, en la plena canícula, idénticas a como fueron al ser ocupadas por familias de aluvión hace casi un siglo; si no fuera por la apariencia de los coches y el olvido de los gatos callejeros.

Con ocasión de una estación de penitencia de creciente predicamento a pesar de su esencia periférica, el pasado viernes, el de Dolores, como cada año desde hace no demasiados, surgió uno de esos bienes escasos que regalan los avatares que están por encima de las leyes de los hombres: la meteorología, sin ir más lejos –ni más encima–, hizo que aquella tarde haya dado en ser un privilegio. Llovió anteayer y ayer, llueve hoy, y lloverá todos estos días de remate de la Cuaresma. Dejando en un limbo agridulce miles de de horas de preparativos y de ilusiones, el gozo en un pozo. No queda sino contentarse con que el proceso fue lo importante, y no su fin. Dicho sea esto por un improbable cofrade.

En aquellos espacio y tiempo nada céntricos, los que se mudaron y los que quedamos nos reunimos, trasegamos las esquinas y recordamos anécdotas; también hurgamos en los árboles genealógicos de unos y otros, con sus ramas de entrañable bastardía. Se presentaron a hijos o nietos, añoramos a los que ya no están, artífices de una memoria común y tribal. Esos gigantes sobre cuyos hombros, incorpóreos, vivimos las jornadas y sus horas.

La alegría va por barrios; como la lluvia.

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