El Palillero
José Joaquín León
Navidad de la Esperanza
SIENDO niño jugaba de portero en el equipo del barrio. Recuerdo que un verano ganamos un campeonato ante equipos de otros barrios y el premio era una medalla de oro (bañada en oro quiero decir) para cada jugador. En mi caso era la primera vez que ganaba una medalla. Llegado el día de la entrega, los organizadores -no recuerdo o no quiero recordar quiénes eran- nos comunicaron que no les llegó el presupuesto y que no había medallas para todos, así que no quedó más remedio que hacer un sorteo. Me tocó quedarme sin medalla y después de aquel torneo sólo gané una profunda decepción. Por suerte, mi tío Vicente, que en paz descanse, estuvo al quite -como siempre-, fue corriendo a una tienda de trofeos, me compró una medalla muy parecida y hasta le grabó la fecha. Tener un tío así sí que era una suerte. Jamás olvidé ese detalle, que me suele venir a la memoria cuando escucho hablar de un sorteo. La vida está llena de ellos, unos que nos la pueden cambiar y otros que no sirven más que para jugar un tiempo limitado con nuestra ilusión, como un sorteo para un campeonato de fútbol, para un premio en metálico o para esa medalla. Los sorteos para conseguir una vivienda pueden ser determinantes para la vida de sus inquilinos y no hay más que ver los rostros de alegría de quienes son afortunados. Pero hay sorteos feos que no puedo entender y son los que afectan a la educación, como los de plazas en un colegio. Leo, atónito, que en un colegio público de Cádiz han realizado un sorteo porque sólo 25 de los 48 alumnos de dos clases podrán acceder a un programa de educación bilingüe. Es triste que un sorteo y no el esfuerzo acabe decidiendo la trayectoria, la vida, de una persona.
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