Alto y claro
José Antonio Carrizosa
¿Merece la pena?
Tenía 10 o 11 años, no más. Vecino de la calle San Bernardo número 8, barrio de la Viña de Cádiz. Ricardín, como lo conocían en la familia se escapaba a menudo del colegio. No se iba ni a gamberrear a La Caleta, ni a fumar a escondidas. Ricardín, aunque no había nacido en la Montaña ni en un pueblo perdido de Galicia, tenía vocación de chicuco y lo que hacía era meterse en un almacén de ultramarinos que estaba al lado de su casa a ayudar al dueño y su mujer. Lo que más le gustaba era volcar los inmensos sacos de garbanzos en los cajones de madera donde esperaban para remojarse y protagonizar pucheros de acuarto y octavo.
El hombre del ultramarinos de la esquina era Gonzalo Córdoba y la mujer Pepi Serrano. El local se llamaba El Pasiago y fue el primer negocio del revolucionador de la cocina gaditana, de Gonzalo el Del Faro. Desde esos días Ricardín, y hasta su jubilación a finales del pasado año, no se ha separado de los Córdoba…ha sido su cocinero más fiel, el que siempre estaba en las ocasiones importantes.
Prudente, humilde, educado, tan educado que todavía, a pesar de que los Córdoba lo consideran de la familia, sigue llamando de usted a Gonzalo. "Lo hago por respeto, no sé llamarlo de otra forma y mira que me lo ha pedido veces". Está moreno. Dice que más que de la playa es de sus grandes paseos diarios que comienzan en la plaza España y que terminan en la plaza Ingeniero La Cierva. Hasta eso comparte con Gonzalo, otro gran paseador de Cádiz.
Sobre el pecho una cadena de oro con un crucifijo y en la mano un anillo. Las dos piezas se la regaló su madre y ahí siguen, eso sí, más brillantes que una columna del Vaticano. Sobre la muñeca una pulsera en plata con su nombre. Llama la atención la viveza de su mirada. No es casualidad. La ha tenido que utilizar y mucho porque Ricardo no ha ido ni a escuelas de hostelería, ni nada de eso, ha tenido que aprender a cocinar "de ojo" en un tiempo, además, que no era fácil, porque recuerda que a finales del siglo XX, cuando los cocineros todavía no eran personas de referencia, estos se volvían de espalda cuando iban a hacer una salsa, para que el resto de los que estaban en la cocina no supieran lo que llevaba. En 1964 Gonzalo Córdoba abre El Faro en la calle San Felix. Al principio era un pequeño bar donde se servía pescao frito. Allí empezaron Gonzalo, Pepi, su mujer…y Ricardín. Su primera labor fue atender a los clientes. A partir de ahí el cocinero fiel fue viviendo en primera persona toda la larga vida del buque insignia de la cocina gaditana. Fue viendo cómo se agrandaban salones, como salían clientes contentos, como Gonzalo contaba sus chistes y como la casa iba creciendo.
Le gustaba cocinar y, además siempre ha tenido una virtud, la de presentarse voluntario. Gonzalo dijo que necesitaba alguien en la cocina y allá fue. De sus manos salieron las primeras tortillitas de camarones de El Faro, el fue el pimero que las acunó con la espumadera, como le gusta decir a Gonzalo cuando habla de cómo se hace la fritura más aplaudida de Cádiz.
De ellas se enamoró en El Faro el rey emérito Don Juan Carlos que las conoció cuando le construían un "Fortuna" en La Carraca. Las acunó también en La Moncloa, cuando Felipe González convocó a la familia Córdoba a que cocinara en palacio.
Recuerda con especial cariño el primer día que vió su nombre escrito, en azul marea alta de La Caleta, en una chaquetilla de cocinero. Aún la tiene guardada, como la fórmula del tocino de cielo el postre que bordaba cuando Gonzalo Córdoba pidió voluntario para ofrecer algo más que una tarta después de sus ya famosos pescados a la sal. Allá fue Ricardín que luego se haría el rey de los postres en El Faro y, más tarde, en el catering de la empresa, donde ha estado trabajando hasta que se jubiló.
Ricardo fue educado hasta con aquel alcalde famoso de Cádiz que aún careciendo de una de sus dos manos, se decía que tenía especial habilidad para el pelado de los langostinos de Sanlúcar. El cocinero fiel, con humor lo desmiente. No era verdad que Almagro pelara los langostinos con una mano…te lo digo yo porque era el que preparaba la fuente para él, todos peladitos, sin cabeza y tan sólo con la cola, para que los pudiera coger sin mancharse, que entonces no había pañuelos de colonia y estaba feo que saludara al cónsul alemán con todos los deos oliendo a marisco.
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