Los que amamos la poesía mantecosa cada vez que encontramos algo relacionado con el cerdo que consigue ser sublime nos emocionamos y tenemos la necesidad de comunicarlo al mundo.

No estuve en Cádiz, ciudad de procesiones el pasado fin de semana. Igual que Marina d' Or es conocida en medio mundo como ciudad de vacaciones, la trimilenaria va camino de obtener el nombre de ciudad de procesiones.

Estuve en Lanjarón, una población como anclada en el tiempo situada en Las Alpujarras, en Granada. En un bar con el glorioso nombre de El Arca de Noé me encontré esta obra de poesía mantecosa a la que me refiero. Aquel Arca, en vez de estar llena de todo tipo de animales, allí el único interés que había era el de salvar al cochino andaluz, porque todo lo que había eran disgustos para mi dietista.

La lista era tremendamente provocadora: chorizos, longanizas, salchichones de esos con las bolas de pimienta bien a la vista… nada de minimalismos y lo que llamó mi atención: queso de cerdo.

Hacía muchos años que no veía el queso de cerdo. Era el fiambre más denostado de mi tierna infancia. Mi padre siempre ha distinguido dos tipos de manifestaciones del cochino. Por un lado estaban los fiambres (jamón york, chopped, mortadela, salami, chorizo pamplónica) y las chacinas, que era ya lo que es la nobleza cerduna: caña de lomo, morcones y evidentemente el jamón. El fiambre era algo que te dejaba frío el paladar, como su propio nombre indica, no había grasa rica en omega tres. Pues en el escalón más bajo de los fiambres estaba el queso de cerdo. Para mí era casi un oscuro objeto del deseo probarlo, porque mi padre siempre lo rechazaba y no lo incluía en su lista de deseos charcuteros para el viernes por la noche.

Tuvo que llegar mi juventud, ese momento en el que estás tieso, en el que probé los bocadillos de queso de cerdo. La mía fue una juventud tremendamente engollipante… lo confieso.

Desde entonces no había vuelto a ver queso de cerdo. Es más, creía que había desaparecido, vencido por la cultura del bajo en calorías. Pero el otro día en Lanjarón descubrí una versión sublime del queso de cerdo. Tenía forma de cuñas de queso, que es lo suyo. Lo cortaban en rodajas de triángulo isósceles, como si fueran lonchas de queso y la vista era como un cuadro de estos impresionistas, con muchos matices de colores acochinados. El sabor recordaba a la carne mechá, pero mucho más jugosa. Punto de especias logrado y perfecto para meterlo en dos rebanás de pan. Me he enamorado de este queso de cerdo y quería contarlo a todos los enamorados de la poesía en manteca que hay por el mundo. El artista se llama Cárnicas Campotejar y tiene su sede en el mismo municipio de la provincia de Granada.

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