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Geógrafo, montañero y humanista, Eduardo Martínez de Pisón ha conocido de primera mano grandiosos y remotos escenarios a los que nunca iremos, pero en su última entrega, Atlas literario de la Tierra, propone un viaje que cualquiera puede emprender sin salir de la biblioteca, volviendo si acaso a ella para seguir las estimulantes pistas que remiten a otros tantos constructores de “paisajes de palabras”. Como en anteriores recorridos, el sabio vallisoletano acumula las citas y los asedios, se demora en pasajes concretos o abre el arco hasta trazar verdaderos panoramas, pero lo característico de su enfoque –no en vano piensa con Ortega que la “voluntad de hacer de la geografía una ciencia, como la física, es un camino errado”– está en la combinación del conocimiento y la sensibilidad estética. Todos los suyos que hemos leído son libros de libros, aunque reflejen también su envidiable experiencia de viajero y estudioso sobre el terreno. Reencontramos aquí sus consideraciones sobre el culto institucionista a la naturaleza, la reflexión sobre el paisaje de los autores andariegos del 98 –Unamuno, Azorín, Antonio Machado– y las páginas en las que el propio Ortega elabora una alta pedagogía que fundamenta o refuerza el vínculo con la tierra a la que se pertenece. En la geografía literaria, hay mundos perdidos como el de la inolvidable aventura de Conan Doyle, fabulaciones como la Atlántida de Benoit o búsquedas como la del conde Almásy en el desierto sahariano, pero el ensayista habla también de lugares encontrados, que ya no podemos observar sin evocar los relatos de quienes los describieron, de quienes hasta cierto punto los transformaron, enriqueciendo una percepción que no se reduce al contorno. El paisaje es territorio más cultura, escribe Martínez de Pisón, resultado de la suma o superposición del tiempo de la naturaleza y el tiempo humano, capaz de insuflar un aire “cordial” a las geografías inanimadas. De ahí que los lugares con alma –singularizados por el genius loci del que hablara Vernon Lee– conmuevan en la visión inmediata y emocionen en el recuerdo, como territorios no sólo físicos en los que alienta lo que los románticos llamaron el Espíritu, cifra de todo lo bello y bueno. La naturaleza no se opone a la civilización, sino al contrario, es esta última, en sentido amplio, la que nos permite entenderla plenamente. Protegerla de la avidez predadora es no sólo un imperativo moral, sino también un modo de preservar el pasado desde el que incontables generaciones nos contemplan.

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