E N el variado catálogo de jesuitas del sevillano colegio Portaceli, durante los años de la Transición, destacaba el padre Huelin, malagueño hijo del Vaticano II, de maneras mundanas, suave progresismo y estilo suarista, siempre con una blazer azul y dispuesto a desenfundar en cualquier momento el paquete de tabaco. Carlos Huelin fue una leyenda en Portaceli y entre una cierta Sevilla, un hombre que supo conectar con su tiempo y renovar el mensaje evangélico e ignaciano en unas homilías frescas y directas que -cosa que muy pocas veces he vuelto a ver- captaban magnéticamente la atención de niños y mayores. Claro que, como cualquier pedagogo, tuvo sus víctimas, alumnos inadaptados o disidentes que no terminaron de amoldarse. Es algo que siempre ocurre, pero sería muy miserable no reconocer la fecundidad de su vida.

El padre Huelin perteneció a esa generación de jesuitas que revolucionó los colegios de la Compañía, centros que renunciaron a su condición elitista para abrirse al amplio abanico social. En aquel Portaceli de los años 70 y 80 las aulas estaban pobladas por hijos de ricos burgueses y nobles titulados, pero también de obreros o de las múltiples escalas de la clase media. Todos juntos y revueltos, sin distinción alguna, como colegas en el estricto sentido de la palabra. Cuando llegó el modelo de la educación concertada, los jesuitas lo acogieron como una oportunidad de consolidar esta línea de apertura, de trabajar en la democratización de la enseñanza en España, no como una manera de ordeñar una teta del Estado que no necesitaban para nada. No se asaltó ningún cielo, pero se trabajó por una educación más igualitaria y se ahorró mucho dinero a las arcas públicas.

Recordamos estas cosas cuando la Ley Celaá, siguiendo una obsesión de la izquierda radical, vuelve a poner en el punto de mira a la educación concertada, intentando cortar sus vías de financiación y estigmatizándola, paradójicamente, como un modelo parásito y elitista, cuando es exactamente lo contrario. Lo hace, además, de forma artera, sabiendo que el dilatadísimo estado de alarma impide la alta capacidad de movilización que tiene la ciudadanía católica. Poco durará esta ley sectaria, pero hará un daño enorme en el entramado escolar del país.

Por varios testimonios supimos que el último destino del padre Huelin antes de su muerte, en 2011, fue una parroquia en la perifera más dura de Almería, trabajando sin descanso por los más necesitados. Personas como Echenique, que ni siquiera pagan la seguridad social de sus empleados, no pueden comprender una vida así. Se limitan a teorizar y a fracturar la sociedad.

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