Bicentenario Historia

Juan Torrejón Chaves / Historiador

Muerte del duque de Alburquerque

Se cumplen doscientos años del fallecimiento de José María de la Cueva y de la Cerda en Londres en unas circunstancias lamentables, abandonado de casi todos y "loco o a lo menos tenido y tratado como tal"

21 de febrero 2011 - 01:00

José María de la Cueva y de la Cerda, XIV duque de Alburquerque, falleció en Londres el lunes 18 de febrero de 1811 en unas circunstancias lamentables, abandonado de casi todos y "loco o a lo menos tenido y tratado por tal". En sus últimos momentos, tan sólo le acompañó su ayuda de cámara. Al día siguiente, José Moreno de Mora envió a Cádiz una carta a su hermano Pascual, en la que le notificaba el hecho y le detallaba aspectos relacionados con la muerte de aquel que, al entrar en la Isla de León el 2 de febrero de 1810 comandando el Ejército de Extremadura, "salvó la nave que zozobraba". Una vez que el óbito fue conocido, el Gobierno británico se dirigió a la Embajada de España para establecer el día de la ceremonia fúnebre e inhumación de los restos mortales, así como todos los detalles concernientes a las mismas. Se fijó el sábado 2 de marzo de 1811, para dar tiempo a prepararlo todo con la brillantez y solemnidad debidas al representante de una monarquía aliada; integrante muy destacado de la nobleza española; general en jefe; y compañero de armas de Lord Wellington.

La Capilla Real de España (Spanish Place, Manchester Square), fue preparada al efecto con la pompa fúnebre que el caso requería, cubriéndose desde el techo al suelo con paño negro. El cadáver fue embalsamado e introducido en un féretro de plomo, mientras que sus entrañas se encerraron en un cajón, también de plomo, y el corazón en una urna de plata sobredorada. El día del entierro, el féretro fue introducido en un segundo ataúd de madera de caoba, forrado de terciopelo carmesí, claveteado y ricamente adornado con estrellas, tachuelas y asas doradas, sobre el que se colocó una gran placa dorada donde se grabaron sus armas y una inscripción que comenzaba con la expresión latina "Praeferre Patriam Liberis Parentem Decet", seguida del nombre del fallecido, sus títulos nobiliarios, etc.

El féretro, rodeado por veinticuatro blandones con hachas de cera, fue colocado sobre un catafalco en medio de la capilla, delante del altar mayor. Encima del mismo, se depositó la urna de plata que encerraba el corazón, la corona ducal posada sobre un cojín de terciopelo carmesí, la espada, el uniforme grande de teniente general, el bastón, la faja, la banda de la Gran Cruz de la Real y Distinguida Orden de Carlos III, además de otras condecoraciones; y, a sus pies, se puso el cajón con forro y adornos semejantes que contenía las entrañas. A los lados del túmulo, colgaron trofeos de las armas de la familia ducal, orlados con la cinta de la Orden referida, en manto de armiños. La cimera representaba un caballero armado de pies a cabeza, saliendo de una torre circular con una cruz en su mano derecha y, por divisa, la frase en latín anteriormente citada. Además, se instaló un busto del difunto, de sorprendente parecido.

La capilla fue abierta a las diez de la mañana, en cuyo instante comenzaron a llegar quienes habían recibido invitaciones para poder acceder a la misma. En menos de cuarenta y cinco minutos, el interior del templo se llenó por completo. El duelo fue ubicado entre el túmulo y el altar, compuesto en su mayoría por españoles, además de algunos oficiales ingleses que habían servido en España. A las exequias asistieron casi todos los Ministros de Estado de Su Majestad Británica, Embajadores, ministros extranjeros, miembros de la nobleza inglesa, expatriados franceses y españoles residentes en Londres; en un número aproximado al de seiscientas personas. Los embajadores y demás extranjeros de distinción ocuparon, con sus esposas, una galería a la derecha del altar; y los ministros del Rey y sus acompañantes, otra a la izquierda.

A las once horas, comenzó la misa solemne por el rito católico, que fue oficiada de pontifical y mitra blanca por el doctor Poynter, coadjutor del Obispo católico de Londres. Las capillas musicales de las embajadas de España y Portugal interpretaron el Réquiem en re menor de Mozart, así como el Oficio de Difuntos. La parte instrumental estuvo dirigida por Spagnoletti, y la parte vocal por Lanza. El ambiente excitaba al mayor dolor, recogimiento y profundo silencio. Finalizada la ceremonia religiosa a las dos de la tarde, el féretro fue sacado entre seis personas y colocado en una carroza fúnebre grande, cerrada y con cristales. Seguidamente, el cortejo se puso en marcha hacia Westminster, acompañado por un concurso inmenso de personas durante las más de dos horas que duró el recorrido. Al llegar a la Abadía, los restos mortales fueron recibidos en la puerta oeste por el Deán, doctor Vincent, a la cabeza del clero y al son de la música militar. De inmediato, se formó una procesión precedida por los clérigos, que se dirigió hacia la capilla de Enrique VII mientras que el coro entonaba parte de los Salmos del Oficio de Difuntos, con acompañamiento de órgano. Luego, se leyó un corto servicio fúnebre; se quitaron del ataúd las insignias del duque; y el cadáver fue depositado en la cripta llamada de Ormond, que fue la misma en la que reposaron temporalmente los restos del gran duque de Marlborough. Tras una breve pausa, el servicio religioso se cerró con otro himno y un breve oficio fúnebre, concluyendo el acto hacia las cuatro y media de la tarde.

Desde los funerales del almirante Nelson, la ciudad de Londres no había vivido una ceremonia tan noble y conmovedora como la del entierro provisional del Duque de Alburquerque. Todo tuvo un aspecto imponente y solemne. Fue así como los británicos quisieron rendir el más alto homenaje a un personaje ilustre, que se distinguió por su patriotismo y por la defensa de la causa común, en la que luchaban aliados el Reino Unido y el Reino de España, cuya nación se hallaba empeñada, desde hacía tres años, en una guerra terrible contra las tropas napoleónicas, y manifestaba en todo momento una constancia y un ardor admirables.

En la mañana del siguiente 3 de abril, se celebraron en la iglesia de los Carmelitas Descalzos de la ciudad de Cádiz las exequias en sufragio del alma del difunto, que dispuso y costeó la viuda, Escolástica Gutiérrez de los Ríos. Con asistencia de ministros y personajes extranjeros y nacionales, la función solemne estuvo acompañada por salvas de artillería y descargas de fusilería de las Guardias Españolas, los Voluntarios distinguidos de Cádiz, y los Regimientos de la Patria, Guadix, y España; así como por sus músicas, que tocaron canciones patrióticas.

Atendiendo a los deseos manifestados por la duquesa de que su difunto marido fuese sepultado en el gaditano convento del Carmen Descalzo, la Regencia del Reino dispuso lo conveniente el 8 de abril de 1811. Para ello, partió rumbo a Inglaterra el navío de guerra español Asia al mando del brigadier de la Armada Anselmo Gomendio, que arribó a Portsmouth, donde llegó desde Londres el cadáver de Alburquerque. El buque fondeó en la bahía de Cádiz el 17 de agosto de 1811, y los restos mortales fueron depositados en el panteón carmelitano cinco días después.

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