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¿Merece la pena?

¿Se preguntarán los políticos si les merece la pena tanta lucha por el poder o no se lo plantean

Con una metáfora demasiado brava, mi hermano Nicolás y yo nos reímos de la querencia de ambos de meternos en innumerables líos (distintos los suyos de los míos) con la imagen de que embestimos –como el toro– a todo lo que nos ponen por delante. Casi siempre nos hace gracia; pero conlleva algunos momentos miguelhernadianos: “como el toro he nacido para el luto/ y el dolor, como el toro estoy marcado/ por un hierro infernal en el costado/ y por varón en la ingle…”, etc. Quiero decir que conlleva momentos de preguntarse si vale la pena crecerse uno en el castigo.

Soy consciente, además, de que las nuestras tampoco son faenas tan grandes y que uno torea (es toreado) en plazas de segunda. Pero sintiendo esas dudas como las siento, me pregunto las que deberán de sufrir los que de verdad están en el gran juego de la política, de los negocios o de la vida social. En concreto, como es natural, me lo pregunto de Pedro Sánchez. Cuando llegue derrengado a la cama, en el silencio de la noche, ¿no oirá la voz medio acallada de su conciencia preguntándole en un susurro si merece la pena tanta agitación? Los demás, la oímos.

No vamos a negarle que no deja de trabajar. Para él pero no para. Compárese su activismo con el de un Feijóo. Cada uno nos podrá gustar más o menos, pero, en los periodos previos a las sendas investiduras, se vieron dos embestidas diferentes. Sánchez no mansea en tablas, aunque sea burriciego y tire derrotes a diestro y a más diestro. Las cosas como son.

Tanto esfuerzo, sin embargo, ¿renta? En lo que respecta a su persona, su popularidad en España está por los suelos incluso entre muchos de sus votantes de ayer y su prestigio en Europa acaba de tropezar estrepitosamente. Imaginemos que su persona le importa menos, pero al menos el país, ¿mejora, avanza, crece, se pacifica, se mejora la convivencia?

Como el lector ya sabía, son preguntas retóricas. A la vista de la situación, parece evidente que nada de esto a Sánchez le merece la pena ni en lo personal ni en lo comunitario. Y, por supuesto, también es evidente que la respuesta que él se da (a una pregunta que no sé ni siquiera si se hace) es que, sin duda, le merece la pena. “¿La pena? ¿A mí? Vuestra pena, ja, ja, ja, ¡vuestra!”, precisaría, él riéndose a mandíbula batiente como hace en los últimos tiempos, pasando de la crispada a la batiente con una inquietante rapidez de cocodrilo. En eso, la verdad, tiene razón.

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