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Tell me lies

Hay un momento mucho peor en que la mentira no pretende engañar, sino hacer unanuda ostentación de poder

Estos días me sorprendo tarareándome la canción de Luis Eduardo Aute: Tell me lies, de ese disco maravilloso llamado Aire. Es un clásico, no el disco, que también, sino la actitud. El amante que pide a su amada que, por favor, le cuente alguna mentirijilla, si es dulce y le hace creer que tiene alguna opción. Recuerdo vagamente que hay canciones más flamencas o raciales que piden lo mismo: la mentira consoladora.

De lo que no me acuerdo es de haber estado yo en esa tesitura, aunque seguramente la habré rozado más de una vez. “Ojalá me lo diga y sea verdad” sí que me lo he dicho; pero hasta donde me llega la memoria he preferido que me cuenten la verdad, aunque no resultase ni halagadora ni halagüeña. Creo yo que el instinto humano no quiere que le cuenten bulos o le den babetazos, como decimos en Cádiz. El enamorado que pide mentiras lo que pretende es que la otra se las termine creyendo. Si me puede mentir, pensará el amante, tampoco está tan lejos de quererme algo.

Naturalmente lo pienso porque las mentiras de nuestro Gobierno han alcanzado otra dimensión ontológica, más parecida a la de la canción que a la mentira clásica. La mentira de toda la vida pretende engañar o burlar al oyente. No es el caso. Estamos ahítos de la hemeroteca con Pedro Sánchez diciendo exactamente lo contrario de lo que ahora dice que tampoco será lo que diga mañana. Y detrás de Sánchez el Calimero Bolaños, la animadísima María Jesús Montero, el voraz Puente, etc. Mienten, pero no engañan. ¿Entonces para qué mienten?

Porque algo tendrán que decir.

Pero también porque se trata de dejar claro quién manda. Es una exhibición de su poder absoluto. Dicen los teólogos tomistas (esto es, los buenos) que Dios no puede mentir, como no puede hacer nada que sea malo. Eso le está vedado, sin alterar un ápice de su omnipotencia. Pero Sánchez altera el concepto de omnipotencia si hace falta y miente descaradamente para decirnos que él no sólo no cree en la separación de poderes, tampoco en la metafísica. El Estado es él y la Ontología.

Pero ¿alguien les aplaudirá las mentiras? Por supuesto, aquellos que valoran sobre todo que uno de los suyos ostente tantísimo poder como para vacilar de este modo a las nociones tradicionales (¡carcas!) de verdad, honestidad, palabra dada y coherencia. Aquí no importa quién tenga razón (¡qué antigualla!) sino quién pueda imponer la mentira que conviene. Y vámonos que nos vamos.

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