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Houellebecq

No es necesario compartir sus puntos de vista, excesivos y a veces disparatados, para celebrar su literatura

Aunque algunos de sus lectores pensemos que sus novelas últimas no rayan a la altura de las primeras, y que en buena medida el escritor, gran escritor, ha sido fagocitado por el personaje, merece siempre la pena acercarse a Houellebecq, el más discutido y mediático de los autores franceses contemporáneos, no porque sea un autor invariablemente lúcido, que no lo es en absoluto, sino porque tiene la virtud de expresar sus opiniones o sus prejuicios sin cautelas ni servidumbres, lo cual es mucho en estos tiempos en los que los guardianes de la corrección han convertido la discusión pública en un campo minado. En el país que acuñó y sacralizó la figura del intelectual, o la más ambigua y manoseada del intelectual comprometido, Houellebecq se sitúa no diremos que contra corriente –porque los tiempos de los dogmas sartreanos pasaron hace mucho– pero sí en una posición muy alejada de las viejas certezas progresistas, adjetivo este último que como bien sabemos en España no excluye las posiciones reaccionarias. Hace poco comentaba nuestro César de Bordons el librito, Unos meses de mi vida, donde el autor de Aniquilación, su última novela publicada, ha dado cuenta de la crisis en que lo sumieron dos episodios desafortunados o truculentos pero no insólitos en su trayectoria, que lleva en el pecado del exhibicionismo una penitencia difícilmente soportable, incluso para personas como él que han convertido la sobreexposición en un rasgo de estilo. Pero si queremos hacernos una idea más precisa de sus ideas, que por lo demás están bien presentes –demasiado presentes– en las novelas, conviene acercarse a la recopilación de sus Intervenciones, recién disponibles en una edición ampliada que recoge también las de la última década. Con frecuencia leemos que la crudeza del lenguaje y la complacencia en la escatología emparentan a Houellebecq con Céline, excelente escritor y nefasto publicista, pero en la irreverencia del parcial heredero no encontramos el nihilismo que caracterizó al odioso redactor de panfletos. “Lo divertido es que eres un moralista romántico casi cristiano a quien todo el mundo toma por nihilista decadente y ateo”, le dice en una entrevista Frédéric Beigbeder, y él responde que sólo es un conservador, aunque sin duda ha prodigado los gestos y declaraciones que permiten pensar en un radical despendolado, también llevado de su fino olfato –podemos llamarlo astucia, porque sigue muy de cerca la actualidad y porque la polémica vende– para detectar las expresiones del malestar contemporáneo. No es necesario compartir sus puntos de vista, excesivos y a veces disparatados, para celebrar su literatura.

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