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Cuarto de Muestras

Hampa dorada

Es como si viviéramos en un barrio donde un capo inexperto descubre el precio del poder y lo acepta

Siempre me he preguntado por qué hay tantas películas buenas sobre la mafia. Podría ser porque les interesa a los buenos directores (Sternberg, Scorsese, Coppola, Brian de Palma, Di Stefano…) y las interpretan buenos actores (Al Pacino, Robert de Niro, Joe Pesci, Favino), pero hay algo más. La mafia es un tema eterno en nuestra sociedad como el amor, la muerte o la propia vida. He llegado a soportar que me salpicara la sangre de un ajuste de cuentas en la pantalla sólo por ver ese retrato turbio de excesos y venganzas; su particular código administrado con magisterio por héroes y antihéroes. El repertorio coral formado fieles lacayos, aprendices fanfarrones y traidores; bienintencionados en un mundo corrompido que les aboca al mal y algún futuro capo cuyo timbre de gloria es ensuciarse las manos para proteger a los suyos. La inquietante música que suena a crimen organizado.

Días atrás, cuando se negociaba en secreto la amnistía con los delincuentes que se han de favorecer con ella, se me vino a la mente ese cine de gángsteres, esta vez sin el atractivo de cierto sentido del honor que impregna a la verdadera mafia. El ajuste de cuentas del procés lo pagamos todos. Es como si viviéramos en un barrio donde un capo inexperto descubre el precio del poder y lo acepta mientras los enemigos reafirman su territorio y su prestigio y, sobre todo, su capacidad de intimidar y exigir. En ese camino de la supuesta gloria, con la excusa de protegernos, nos hace vivir entre el temor a sus privilegiados y la pena por el enfrentamiento con los que sólo queremos respeto, igualdad y convivencia. Para ellos no valen ni la justicia ni la ley, tienen la suya propia.

Me dio ternura ver a Bolaños, a lo Pesci, felicitarse a sí mismo por traicionar su palabra y la de los suyos, vendiendo como una victoria lo que sólo es una triste venta en un negocio sucio. Daba vergüenza ajena. Segundos después, aparecía el apadrinado Koldo, a lo Gandolfini, complacido por las mariscadas ordinarias, los favores prestados y el incalculable precio de su silencio. María Jesús Montero, fiel al papel machista de las mujeres de la mafia, guarda la casa. Yolanda Díaz, acicalada, ande en busca de un mejor amante para dar su poco de pimienta al guion. Marlaska vigila todas las esquinas y Torres da las órdenes de ejecución. El fin de la peli es previsible: sólo queda que se traicionen entre ellos.

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