La tribuna

Luis Gómez Jacinto

Furia en el estadio

EN ningún sitio aprendí tanto de mí y de los demás como en una cancha". De acuerdo con la aseveración de Jorge Valdano, lo que hemos aprendido de nosotros mismos en este convulso comienzo de la temporada futbolística no es precisamente alentador. La guinda la ponen, de momento, los incidentes desencadenados por los aficionados ultras del Barcelona en el campo del Español, y la carga policial provocada por los radicales del Olympic de Marsella en su visita al Atlético de Madrid. Aunque las cosas no fueron a más, en ambos estadios se vieron escenas de violencia y de pánico que ya habíamos visto en otras ocasiones y con nefastos resultados para los asistentes al campo.

Los casos de violencia extrema en un estadio no son muy numerosos, pero sus consecuencias desastrosas forman parte de nuestra memoria colectiva. A lo largo y ancho de la geografía futbolística mundial se han producido diversos actos vandálicos con un saldo negativo de varios miles de vidas. Quizá el caso más espectacular fue la denominada "guerra del fútbol" entre El Salvador y Honduras, desencadenada tras las eliminatorias de clasificación para el Mundial de México de 1970. Hubo bombardeos e invasiones del territorio; después de cinco días cesaron las hostilidades dejando seis mil muertos, veinte mil heridos y más de cincuenta mil personas con sus casas y sus tierras destruidas.

Los que tenemos una incierta edad vimos esta cara en directo, convirtiéndose en uno de los hitos de nuestra memoria colectiva futbolística. La noche del 29 de mayo de 1985 los aficionados al fútbol asistimos frente al televisor a una de las mayores masacres colectivas en un campo de fútbol: Más de cuarenta muertos y unos trescientos heridos en lo que prometía ser una emocionante final de la Copa de Europa entre los equipos de fútbol Liverpool y Juventus. No hubo atentado terrorista. Ni bombardeo. No fue causa del fuego, ni de ningún terremoto. Tampoco fue el resultado de un psicópata disparando indiscriminadamente sobre la multitud. Fue bastante más inquietante. Como diría el decimonónico Gustav Le Bon, la bestia humana, disfrazada de chusma y animada por una locura colectiva, recorrió las gradas del estadio Heysel de Bruselas, sembrándolas de muerte y terror. Pero si acercamos la cámara hacia la multitud que carga, golpea, pisotea, huye sin control... aparecen uno a uno los integrantes de ese aparente organismo autónomo que sólo se ve si elevamos la perspectiva. Son personas. Individuos. Puede que algunos sean hooligans. Pero otros -¿quizá los más?- son el dueño del bar de la esquina, el pescadero, el médico de los niños, el funcionario de correos o el correcto empleado de la caja de ahorros. ¿Qué ha sucedido para que estas personas normales, decentes y honestas se hayan lanzado a tal frenesí?

Si lo pensamos fríamente, cuarenta o cincuenta mil personas, mayoritariamente varones, pertenecientes a dos hinchadas contrarias, activas emocionalmente, congregadas durante dos horas en el reducido espacio de un estadio son elementos que no presagian nada bueno. Lo más llamativo para quien acude a un estadio de fútbol por primera vez es el marcado comportamiento emocional que caracteriza al público, expresado a través de sus cánticos. Como en otras actividades de ocio hay un efecto catártico, liberador de las tensiones y frustraciones de la vida diaria. Este efecto terapéutico favorece la cohesión colectiva y la identificación con el equipo. Cualquiera puede observar los sentimientos opuestos que se expresan en los cánticos de los hinchas: amor, entusiasmo, lealtad hacia el propio equipo, y odio e insultos hacia los jugadores y los hinchas rivales y hacia el árbitro. Buena parte de la actividad expresiva del público contiene gritos e insultos estigmatizantes.

Afortunadamente, la mayoría de los espectadores no pasan de este tipo de violencias verbales, pero los grupos de hooligans se pasean por los estadios, enfrentándose a menudo con los grupos de violentos del equipo contrario, antes, durante y después del encuentro; produciendo unas diez muertes anuales en las dos últimas décadas. La fuerte identificación dentro del grupo y la hostilidad hacia los hinchas rivales hace que la tensión intergrupal se dispare, especialmente en los derbis. Durante el tiempo del partido pareciera que la única realidad social es la de dos grupos bien definidos de aficionados que comparten una misma identidad social y que actúan desde esa exclusiva identidad futbolística; superponiéndose ésta a cualquier otra categoría social a la que pertenezca un individuo concreto. Esto favorece la despersonalización, la aparición de fenómenos de masa y las conductas antisociales.

Se produce en los hinchas un estado de desindividuación, consistente en una pérdida de la autoconciencia y de la aprensión por la evaluación. Este estado se caracteriza por una disminución de la autoevaluación, consistente en un bloqueo de la capacidad introspectiva y de autocrítica, y por la escasa preocupación hacia la evaluación social. Como consecuencia desaparecen mecanismos inhibitorios, tales como el miedo, la culpa, la vergüenza o la ansiedad.

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