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Algo menos de dos años después de su muerte, ve la luz el último libro que Aquilino Duque dejó preparado para su publicación, en una de las editoriales, Renacimiento, que acogieron su obra en los últimos años. Bellamente ilustrada con acuarelas de José Manuel Benítez Ariza, Jardines y paisajes recoge las crónicas de los viajes que el escritor, junto a otros miembros de la Asociación de Amigos de los Jardines y Parques que presidía su mujer, Sally Crane, emprendió a distintos destinos en España y Portugal, Normandía, Inglaterra e Italia. Más allá del vínculo conyugal, o de sus relaciones con parte de lo poco que tenemos por estas tierras de nobleza ilustrada, no sorprende que el autor de dos libros esenciales, El mito de Doñana y la Guía natural de Andalucía, se interesara por la extraordinaria riqueza de unos reductos no exactamente o del todo naturales, en tanto que diseñados por paisajistas y cuidados por jardineros, pero cada vez más necesarios en un mundo donde los espacios consagrados al verde sufren un asedio creciente. Apuntes de viaje, excursos históricos, ecos de sociedad –algunos de los lugares visitados, pertenecientes a familias linajudas, no son de libre acceso– y muy precisas descripciones en las que Duque, con su clara escritura de costumbre, oficia de botánico y naturalista, demostrando un conocimiento no pequeño de la materia, se alternan en unas crónicas, eruditas pero chispeantes, como suyas, que sin perder de vista su asunto hablan un poco de todo. Frente a lo que pueda pensarse, no se trata de una obra menor, porque entronca con las citadas y lleva su sello, lo cual es decir mucho, hablando de un escritor que brilló a gran altura en todos los registros y cuya prosa elegante y bienhumorada, donde se dan la mano una cultura formidable y el gusto por encadenar anécdotas y retratos, se despliega de igual modo en los ensayos, en las novelas y en las narraciones de corte memorialístico. Más de una vez explicó Aquilino, un hombre decididamente reaccionario, como se sabe, que no se podía ser conservacionista sin ser, al menos en parte, conservador, y su propio caso demuestra que lo segundo no se opone a lo primero. En realidad, al margen de la ideología, cualquiera estará de acuerdo en que hay muchas cosas indudablemente buenas que merecen ser preservadas. Ya lo decía él mismo en el prólogo a su libro sobre Doñana: se trata de armonizar los intereses de la historia con los de la naturaleza, sin sacrificar los unos a los otros. Lo contrario es lo propio de los malos progresistas y de los malos conservadores.

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