Complejo del complejo

La filosofía de la sospecha de nuestro tiemponos ha convertido en suspicaces por defecto

En uno de los grandes relatos de El equilibrio de las cosas de Carlos Marín-Blázquez, un hombre maduro, esto es, de mi edad, recuerda una historia de su BUP. Tiene en sus manos una fotografía de entonces, cuando un desconocido fotógrafo se acercó al grupo de chicos y les propuso hacerles una foto, y luego les pidió la dirección para hacérsela llegar. Eso hoy es impensable. Todos sospecharíamos, ¿o no? Incluso alguno llamaría a la Policía.

Tan inverosímil es esa situación que tiene que haber sido real: no puede ser imaginada, sino recordada. A nosotros nos sirve para caer en la cuenta de cómo, en este paraíso de las libertades, hemos terminado rodeados de suspicacias, miedos, sospechas y malos pensamientos.

¿Recuerdan lo normal que era que dos amigotes paseasen con los brazos echados por los hombros? ¿Cuánto tiempo hace que no ven esa imagen? ¿O a dos amigas de la mano? ¿Se cortan ustedes ahora de revolver el pelo a un pequeño especialmente simpático? ¿Qué ha pasado?

Vivimos en una sociedad tan hiper sexualizada que a todo le vemos su lado inquietante. Los críticos más alternativos, ante ejemplos nobilísimos de la amistad como el de don Quijote y Sancho o el de Antonio y Bassanio, sostienen hipótesis de homosexualidad. Entiéndaseme bien: sólo me preocupa que la representación de la amistad íntima termine por desaparecer del horizonte. Que perdamos esos modelos imprescindibles.

Tras la muerte de mi madre, le dediqué varios poemas. Un joven crítico se preguntó entonces si yo no padecería un complejo de Edipo. No me molestó, porque recordé a José Miguel Ibáñez Langlois que detectó que nuestro tiempo padece una sobredosis de Freud. El peor complejo actual es el complejo del complejo de Edipo. Y también porque ya sabía que la época está compelida a ponerle una etiqueta confusa de sospecha a todo amor poderoso y limpio.

Ayer me pasmé ante la pequeña perfección del pie de una compañera de viaje en el tren que contrastaba con la gran alpargata de plataforma de esparto que calzaba. Enseguida un buen amigo se preguntaba si no padecería yo retifismo. Y otros, menos precisos, me acusaron de fetichismo. Pero era sólo una ingenua admiración.

Mi consejo es el de siempre: no se rindan. Sigan celebrando la amistad, la hermosura, la alegría, la gracia… a ver si destrozamos los nuevos tabúes. Al próximo amigo que me encuentre, voy y le paso el brazo por el hombro, aunque sea el del retifismo.

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