El Puerto Accidente de tráfico: vuelca un camión que transportaba placas solares

Mi madre mantiene dos teorías que nunca fallan. Una dice que si tiene que llover, lloverá a la hora que salgan los niños del colegio, y la otra es que la cabra siempre tira al monte. En mi condición de cabra que tira al monte el otro día, en un viaje a Madrid, paseaba a la hora de comer por el centro y de pronto se me apareció ante mis ojos un letrero en una esquina que decía "tenemos gallina en pepitoria".

Fui pa dentro con más velocidad que un corredor de cien metros lisos. El camarero me dijo que no había mesa, pero tal sería la cara de tristeza que puse que el encargado del sitio me dijo "vente pacá" y nos metió en un salón lleno de cuadros y recuerdos. El sitio era Casa Ciriaco, un restaurante con más de cien años de historia y donde los camareros siguen vistiendo con esos uniformes que parecen de guardiamarinas del Juan Sebastián de Elcano. Pedimos platos de cocina innovadora: gallina en pepitoria, mollejas con papas fritas y para terminar unos callos de ternera que venían en una salsa acremosada ligeramente picante que hasta me hubiera casado con ella, si eso no fuera un acto condenable por la Santa Madre Iglesia.

Fruto de la gula y de mi voraz consumo de pan (dos vienas enteritos mojando salsa en la pepitoria de gallina y en la acremosada) tuve que dejar en la fuente unos poquitos de callos. Yo estaba dispuesto hasta a metérmelos en los bolsillos por tal de no abandonarlos, pero el camarero me dijo solícito que si me los metía en una fiambrerita.

Pero cual sería mi sorpresa que cuando llego a coger el avión veo un letrero que dice que tengo que declarar si llevo algún tipo de líquido en el bolso. Me entraron unos sudores peores que cuando uno come menudo en agosto y temí que la Policía me incautara el plato de callos y que allí mismo me detuvieran por contrabando de menudo.

Llegué a la puerta de embarque nervioso, pero oculté la presencia de los callos. Si me descubrían, pensaba decir en mi defensa que la salsa estaba en un estado semisólido y que, por tanto, aquello no era "punible". La mochila con la fiambrera de menudo se alejaba de mí por una cinta transportadora que alojaba en su final un frío escáner que todo lo ve, como Dios pero en tecnología 3.0. El que manejaba la cámara paró la imagen sobre mi mochila. "Me han cogío", dije para mis adentros, pero al final los callos pasaron sin ser detectados. Di las gracias a San Jacobo, el patrón de los comilones, y en el vuelo me quedé dormido soñando cómo un mollete de Espera, parcialmente tostado, se bañaba en aquella salsa acremosada como si fuera Marilyn Monroe, pero con miajón.

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