Escribo este artículo en la primera mañana de este invierno que comienza y en el momento en que todo el País tiene puesto sus cinco sentidos, y algo más, en el sorteo de la Lotería Nacional. Viene bien este relax que nos hace olvidar la crisis institucional y jurídica por la que está pasando nuestro país en una semana en la que el Poder Judicial le ha echado un pulso al legítimo Gobierno de España. Algo inaudito en una democracia que uno de los poderes del Estado se niegue a reconocer a un gobierno salido de las urnas.

Por eso digo que ha venido bien este emblemático sorteo para recordarnos que estamos en Navidad. Y hablar de la "lotería", como es comúnmente conocida, es volver la vista atrás y recordar otros tiempos que no eran ni mejores ni peores, simplemente distintos, pero quizás más humano. La lotería navideña de la niñez, la mía, era la que daba la salida a las fiestas navideñas. Eran tiempos de casas bajas, en unas calles empedradas y en la que todos los vecinos de la manzana, la verdadera y que ahora se quiere imitar, tenían las ventanas y puertas abiertas y el Telefunken a todo volumen por donde salía el soniquete de esos niños cantando los números que salían del bombo, esos que ahora son chiclaneros. Era el sonido de una calle que vivía el comienzo de unas fiestas entrañables en aquellos años y comercial ahora. Lo curioso es que en aquellos tiempos los vecinos buscaban con el sonido de ese canto el anuncio de la Navidad o por la curiosidad de enterarse de a quien le tocaba el gordo. Porque eran tiempos en los que el juego estaba hecho para unos pocos. Los vecinos, en su gran mayoría, jugaban la participación que les regalaba su tendero o dependiente del ultramarino del barrio que solía comprar unos décimos para regalar entre sus clientes. No había para más en unas navidades de mucho sentimiento, pero de poca abundancia.

Son fechas para el recuerdo de olores y sabores caseros en la intimidad de la familia, olores de todo un barrio, en los que todos nos conocíamos y, a pesar de que no existían las grandes reuniones ni las comilonas con sobras para varias semanas, se invitaban los unos a los otros. El despilfarro de ahora contrasta con las necesidades de unos años más sentimentales y familiares y, también, más religiosos. La Navidad era la oportunidad de comer por un día lo que estaba prohibido en todo el año, no había para más. La caja de polvorones, la botella de anís y las tortas que hacían las madres y que repartía a todos los vecinos. Pero ese olor de esa caja con polvorones envueltos en virutas perfumadas, jamás se puede olvidar como tampoco las tortas que hacía las madres. Son fotos antiguas que vuelven todos los años por Navidad. Como digo eran otras navidades, distintas, entrañables, quizás más humana y menos comercial. Pero eso sí, es la foto de otras navidades, del Espíritu de la Navidad.

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