Gastronomía José Carlos Capel: “Lo que nos une a los españoles es la tortilla de patatas y El Corte Inglés”

Estatua de un futbolista con paisaje al fondo.

Estatua de un futbolista con paisaje al fondo.

Después de la rueda de prensa me fui a descansar. Era agotador soportar a trescientos periodistas a diario, no sólo en el entrenamiento sino también apostados a la puerta de mi hotel por si se me ocurría mirar por la ventana. Junto a ellos, cientos de fans que hacían guardia siempre -en el lugar del mundo que fuese donde me encontrara alojado- hasta la hora del partido.

Aquella temporada había promediado una cifra mareante de goles y las ofertas estratosféricas de millones de euros llegaban a mis representantes de todo el continente. Me subieron tres veces en un año la cifra de mi contrato para que no me marchara. Una sola frase mía diciendo que no me sentía querido por el presidente o que la afición debería tratarme mejor hacía reventar las portadas de todos los diarios deportivos del país y se disparaban las ofertas de equipos rivales tentándome a irme. Estaba en la cresta absoluta de la ola y la surfeaba desde lo alto mirando con desdén a los que no tenían la misma suerte que yo de meter más de 50 goles en una campaña.

Pero un día mi suerte cambió. Los goles no llegaban, el público se impacientaba y desde el club me presionaban como nunca antes habían hecho. Yo había vivido del gol durante toda mi carrera y necesitaba como nada en el mundo volver a marcar. Aquel domingo dejé instrucciones claras de que no quería que me pasaran ninguna llamada, fuese quien fuese. Debía concentrarme para el partido. Jugábamos el derbi y quería ganar a toda costa, pero sobre todo quería hacer el gol que nos diese el triunfo y que acabara con todas las críticas contra mi forma de jugar o mi capacidad goleadora. Quería marca el gol que me situase al día siguiente en toda la prensa mundial y acallar muchos comentarios. A sólo cuatro horas para el inicio del encuentro, mi secretaria personal tocó en la puerta de mi habitación y me anunció una llamada del presidente del país. Mi respuesta fue tan clara y alta que creo que se escuchó en toda la planta del hotel. "¡¡He dicho que no me moleste nadie!!".

En el minuto 54 del derbi, los 80.000 espectadores del campo enmudecieron. El crack que salió del hueso de mi pierna al ceder y romperse por varias partes se escuchó hasta casi el segundo anfiteatro, pese al ruido ensordecedor de la grada. Jamás se había visto un silencio de aquella naturaleza en mitad de un partido de fútbol, sólo roto por el grito de dolor que quebró mi pierna derecha. Desde el suelo pude ver cómo mis compañeros se llevaban las manos a la cabeza y ya no recuerdo nada más antes de perder la consciencia. Recibí innumerables visitas en el hospital. Muy pocas de ellas eran sinceras. Había mucha gente que vivía literalmente de mí y desde el primer día les noté preocupados por si podría volver a jugar al fútbol o allí se acababa su negocio. Y realmente fue lo segundo. La pierna, después de la operación, parecía que se recuperaría, pero como mucho podría volver a andar al cabo de uno o dos años. El jugador que me dejó cojo para siempre vino a verme al hospital, supongo que para disculparse. Ese estúpido había arruinado mi vida, mi espléndida vida, y por supuesto no quise recibirle.

Un día los fans dejaron de esperar a la puerta del hospital, los flashes ya no iluminaban toda la fachada cuando me asomaba a la ventana o como también sucedía antes de la lesión cuando salía a toda velocidad con mi coche deportivo del garaje de casa. El móvil dejó de sonar pasado un tiempo y las invitaciones a eventos, que antes llegaban a miles, ahora escaseaban o eran inexistentes. Las decenas de personas que siempre me acompañaban y que formaban parte de mi equipo ya no estaban, habían ido escurriéndose por el sumidero de mi vida. Ese día empecé a conocer el silencio. Hasta entonces todo había sido ruido a mi alrededor y aunque yo siempre les hacía callar en busca de un espacio de tranquilidad, en el fondo el constante bullir de gentío alrededor mía –con personas que a veces ni conocía- me hacía sentir importante, poderoso, capaz de todo. Cesé en mis pensamientos buscando oír algo. Nada. Silencio absoluto. Confirmado. Ahora, y casi por primera vez en muchos años, estaba realmente solo.

Pasado un tiempo, de aquel futbolista con fama y poder apenas quedaba nada. Caminaba sin problemas por la calle, sin que nadie me reconociera

Cansado de esperar a que la fama volviera de improviso, decidí recuperarla por mí mismo. Yo había ganado tanto dinero en el fútbol que podría vivir cinco vidas consecutivas sin trabajar, pero también malgasté tanto que apenas me quedaba ya media. Doné mucho a fundaciones y asociaciones, pero sólo porque mis asesores legales me lo recomendaron para deducciones con el fisco. Gente muy importante, periodistas, políticos, jefes de estado y hasta presidentes de entidades mundiales habían requerido de mi ayuda en multitud de ocasiones. Llamé al que fue mi representante y asesor principal, con el que casi no había vuelto a hablar después de mi retirada del fútbol y que había ganado una fortuna inmensa gracias a mí. Al segundo día que lo estuve llamando cogió por fin el teléfono. No quiso saber nada y se despidió diciéndome que era un fracasado. “¡Tú vives gracias a mí! ¡No eres nadie sin mí!”, le grité. Lo peor es que él tenía razón. Me abocaba al desastre. Mis cuentas bancarias bajaban de forma escalofriante, tenía deudas de todo tipo que afrontar y mi situación económica era ya muy preocupante. En apenas dos años me vi en la total bancarrota.Pasado un tiempo, de aquel futbolista con fama y poder apenas quedaba nada. Caminaba sin problemas por la calle, sin que nadie me reconociera. Me costó acostumbrarme a que ningún fan enloquecido me parase para hacerse una foto conmigo o felicitarme mientras mi guardaespaldas lo apartaba. Era un absoluto ser anónimo y por un lado lo odiaba, aunque por otro sentía que los que se acercaban a mí ahora lo hacían sin un interés concreto.

El primer día que fui a un comedor benéfico me sentí muy avergonzado. Me acogieron con los brazos abiertos, sin importarles realmente quien era o cómo había llegado hasta allí. En los siguientes meses descubrí la amistad, la verdadera amistad, la que no busca unos cuantos miles de euros a cambio. Durante estos dos últimos años me había estado compadeciendo por aquel tackle que en el minuto 54 acabó con mis goles, con mi carrera, con mi vida de éxito. Jamás volvería a disfrutar celebrando un gol, pero por primera vez en mi vida me sentía querido y respetado de verdad. Yo no podía darles absolutamente nada a aquellas personas que ahora formaban parte de mi familia, pero es que ¡me costó tanto entender que ellos no estaban a mi lado para pedirme nada!...

Me recuperé poco a poco de aquella tremenda crisis que casi acaba conmigo. Me casé y tuve un hijo. Lo llevé al fútbol en cuanto tuvo uso de razón y enseguida destacó como un jugador de prodigioso talento. Marcaba goles todas las semanas y el teléfono comenzó a sonarle… “¡No lo cojas! - le espeté con rapidez-, hoy iremos a dar un paseo y pasar tiempo juntos”. El móvil siguió sonando durante largas temporadas hasta que un día, de repente, ya no llamaron más. Aquel día en el que el teléfono cesó, mi hijo aprendió a ser persona antes que futbolista.

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