Cada vez que alguien, ante una situación indudablemente negativa, tira del dicho oriental que equipara crisis con oportunidad, me sublevo un poco. Me parece que es una forma de negarnos el reconocimiento del daño. Eso no quita que, asumido el dolor, nos atasquemos en él. De verdad creo que en lugar de revolcarnos en la desgracia, merece más la pena mirar hacia adelante. La incógnita estos días está, precisamente, en ese horizonte. Porque desde luego, el lugar del que veníamos se ha demostrado fallido.

No funciona un sistema en el que ni las familias ni las empresas están preparadas para aguantar un mes de parón. Su fragilidad ha provocado que en apenas unas semanas haya miles de personas expulsadas del mercado laboral, otras tantas familias sin un mínimo colchón, y centenares de empresas abocadas a la quiebra. El caso de la provincia de Cádiz es paradigmático: con una incidencia mucho menor del coronavirus, su incremento de la tasa de desempleo está muy por encima de la media.

No funciona un sistema que lleva décadas buscando parches para combatir el cambio climático y descubre que, justo cuando este sistema se paraliza, es cuando los índices de contaminación comienzan a bajar. Esto solo viene a demostrar que el futuro del planeta es incompatible con nuestra forma de vida.

No funciona un sistema que se dotó de una estructura política que fomentaba la cooperación entre naciones y que, llegado un caso de verdadera necesidad, vuelve a refugiarse en nacionalismos. Ante una crisis global en un mundo globalizado, incluso la Unión Europea ha recurrido al sálvese quien pueda.

No funciona un sistema que minusvalora los cuidados, que mantiene en la precariedad al personal sanitario y directamente ignora a cuidadoras o limpiadoras, precisamente quienes ahora se han demostrado “esenciales”.

No seré yo quien diga que asumamos esta crisis como una oportunidad. Pero al menos el confinamiento nos da tiempo para reflexionar sobre el lugar hacia el que queremos encaminarnos cuando abramos la puerta de casa.

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