La fiesta va por barrios

Si los sosos aguantan el solaz de los fiesteros, es de ley aguantarles la queja

Todavía hay quien te felicita por el nuevo año, y se le corresponde de buen grado. Pero, aunque la cordialidad sea un lubricante y un filtro de las relaciones superficiales, ya va siendo hora de dejar el cliché del amable deseo, porque si hay una fiesta intensa y extensa a la vez, esa es la Navidad, sólo superada por el largo veraneo de los niños. La Navidad es deliciosa por entrañable para muchos, y un parón excesivo para otros, quizá por carecer de tan buen bolsillo como para estar a todas en la yincana de fechas señaladas, con sus consustanciales ágapes y gastos. Contra la legión discordante se aduce que se trata de personas “desaborías”, “coñazo” y “malajosas”: cada día más, no se sabe si por intransigencia o mala conciencia, a los que gozan con denuedo de todas las fiestas posibles les dan ataques de irritación cuando otros declaran que pasan un kilo de navidades. Pareciera como si, en vez de opinar distinto, se colocaran con pancartas en la puerta del restaurante de tu comida de empresa: “Míralos cómo comen y se quieren”, “Hipócritas”, “¡Zampabollos! ¡Golimbras!”. Como si esos raretes antifecha se manifestaran frente a tu casa en Navidad, Nochebuena, Noche Vieja y Año Nuevo, y te hicieran escraches al salir con tus chiquillos para la Cabalgata, e igual al día siguiente camino de casa de tu suegra con las bolsas de El Corte Inglés, Zara y el chino. Si aguantamos los colapsos voluntarios de alumbrados, la escorrentía de coches a los parkings colmatados del centro, a los comercios de polígono y en las circunvalaciones, y asistimos a los abarrotados barzones de paisanos y visitantes, aguantemos con ecuanimidad, virtuosa paciencia y pagana tolerancia que la gente se queje del vértigo pascual. Siempre, claro, que la discrepancia sea, también, cordial, y no curse con gritos ni salpique nuestras gafas con perdigones. En mi caso, si algo bueno tiene que se acaben estas dos semanas es que cese el abuso incomprensible de los petardos y la pirotecnia con explosión: los prohibiría por completo, llámenme liberticida. No vale lo de “Es algo de toda la vida”: de toda la vida se roba, se conduce borracho y se abusa de la gente. No es argumento lo de la tradición. Menos, si asusta y daña.

Ríamonos del trajín que no cesa con el espíritu de un chirigotero en el gaditano Teatro Falla el martes, al inicio del concurso del carnaval (las fiestas se ceden el testigo, ya se ve): el hombre subió al escenario ¡vestido de pastorcillo! La expresión no es muy fina y tampoco de mi cosecha, pero, señoras y señores, “ahí hay que mamar”, qué finura: “¡que me he liao!, ¡que me he liao!”. Los capillitas andaluces están ya entonando el “Esto ya está aquí”, por el Viernes de Dolores y sus variopintos prolegómenos. Fluyen a las tintorerías los ternos y lamés navideños, pero también las túnicas y antifaces, y menudean ya en esos establecimientos los trajes de volantes y lunares. Los socios de casetas feriales ya tienen programada su primera reunión, como los romeros. Nada que objetar, claro. Si aplaudimos los villancicos en altavoz de calle peatonal y supermercado, el asalto a las calles en ejércitos anárquicos, los cortes de tráfico o las papalinas colectivas de las fiestas locales, en noble reciprocidad no hay nada que objetar a los sosos o a los que sufren la patología de repudiar a las masas movedizas y sus contratiempos. Puestos a poner las paciencias y tolerancias de unos y otros en los platillos de una balanza, no sabríamos hacia qué lado cedería. Bueno, sí lo sabemos, pero ¡vivan la libertad y el laissez faire!

De lo que no cabe duda ni controversia es que la economía de la fiesta es un activo muy valioso de nuestros procesos de producción, servicio y consumo: es economía. Hostelería, comercio, turismo. Y olé.

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