El carrillo de Adela

El Alambique

21 de marzo 2025 - 07:00

En el principio era el carrillo. Para los que nacimos en los sesenta, el carrillo fue, probablemente, el primer destino al que fuimos solos. La ruptura definitiva del cordón umbilical que nos impedía cruzar el umbral de la casapuerta.

Yo recuerdo especialmente el carrillo reventón de Adela, una mujer que parecía mucho más mayor de lo que era, víctima de la maldición de un tiempo en el que los adultos eran demasiado viejos para ser tan jóvenes. Tenía unas gafas grandes que nos miraban bien. Su cabeza la coronaba una tupida permanente que hacía honor a su nombre. Empujaba el carrillo con dificultad, como empujaba Sísifo la roca hasta la cima de la montaña, desde donde se desplomaba una y otra vez obligándole a empezar de nuevo. Pero Adela era la visión esperanzada del mito de Camus. No ha dejado de subir detrás de su carrillo por la calle soleada de mi memoria, caminando despacito, envuelta en un luz consoladora, sin que jamás se le cayera ni un caramelo Sugus, ni un chicle Bazooka, ni una barrita de regaliz de Zara.

Los carrillos no estaban, sino que aparecían en la esquina de una calle, de un colegio, de un cine. De pronto te encontrabas con uno y decidías que te ibas a quedar adorándolo un rato, como si fuera un paso de Semana Santa. Madurar era entonces ser fiel a tu golosina favorita, que iba a permanecer para siempre, igual que la magdalena de Proust, en tus pupilas gustativas. Somos los sabores que conservamos en la boca desde niños.

Durante el invierno, en los días de mal tiempo, la flota portuense de carrillos se quedaba amarrada. Cobraban entonces protagonismo las ventanitas, que eran cierros abiertos en casas particulares, que al tener menos limitaciones de espacio despachaban un género más variado. Yo era cliente asiduo de la que regentaba en la calle Cruces la señora Milagros, madre de mi compañero de clase Antonio Rodríguez Cairón.

Pero los del baby boom hicimos nuestro primer viaje iniciático rumbo al carrillo. Si cierro los ojos, puedo verme alejándome unos metros de la casapuerta bajo la atenta mirada de mi madre. Y volver feliz y seguro a casa con alguna de las golosinas de Adela, igual que cuando llegabas en el parchís al pasillo que antecedía a la meta, ya a salvo de los peligros que empezaban a acechar en el tablero de la vida.

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