El beso de Irene

Un beso ha podido resucitar a Iglesias; un beso redentor y bello, menos casto que el de la obra de Gustav Klimt, pero mucho más que el que Gorbachov dio a Yeltsin y este a Putin y este a Zelenski

El beso es de Irene, que no de Judas, y también de Pablo. Un gesto tan diario y habitual, tan normal en ocasiones -en otras, no tanto-, demostrativo de afecto, de amor, de agradecimiento, de lo que corresponda. Un beso regalado al otrora líder de la formación en la finalización de un acto político como es la Uni de Otoño de Podemos. Cariñoso, sentido. Sustractor de titulares.

Este Podemos no es el mismo de hace años, aunque algunas de las caras sigan siendo repes. Le han cambiado el logo -más bonito, a mi parecer- pero la formación morada ha perdido fuelle, se ha dejado jibarizar por una propuesta tan buenista y sonriente como vacua. Me refiero a la de Yolanda Díaz, claro está.

Ante “sólo” mil doscientas personas, la formación de izquierda intenta atraer los focos mediáticos basándose en la figura de su ministra de Igualdad, Irene Montero, los ideólogos del movimiento, Juan Carlos Monedero y Pablo Iglesias, y la nueva sangre renovadora, Lilith Verstrynge. Apenas mil doscientas almas. O lo que quiera que sean esos mil doscientos entes, contabilizados laicamente.

Esa Izquierda Unida que fue fagocitada por Podemos hace una década ha vuelto de su tumba para socavar la integridad de una formación política que ha visto cómo a lo largo de esta década muchos de sus dirigentes principales se iban quedando por el camino: Iñigo Errejón, Carolina Bescansa, Teresa Rodríguez y la propia ministra Díez, o Díaz, o como se llame.

Puede que el beso de Irene a su ex pareja y conmilitón Iglesias fuera de despedida, o de agradecimiento por los servicios prestados, o la confirmación de una reconciliación, o algo simplemente progre, pero me ha parecido tierno. Me ha gustado su candidez, las manos que estrechan el rostro, el ósculo directo, sin cobra. Como el que da una madre a su hija de pocos años. Un beso eterno, que no fugaz, en absoluto arácnido ni mortal.

No ha llegado a saberse el porqué de la salida de Pablo Iglesias de la primera línea política a velocidad de crucero, todo a babor, rocín flaco, galgo corredor. Coleta morada desapareció del escenario y se ubicó entre bambalinas periodísticas, tan peligroso y agudo como siempre. Pero sin Iglesias, por muy heteropatriarcal que suene, Podemos -el partido al que puso su cara en sus papeletas en aquellas lejanas elecciones al Parlamento Europeo- no es ni la mitad de la mitad. Muerto Pablemos, se acabó la rabia, pensarían en su día Sánchez o Casado (ahora Feijóo).

Un beso ha podido resucitar a Iglesias; un beso redentor y bello, menos casto que el de la obra de Gustav Klimt, pero mucho más que el que Gorbachov dio a Yeltsin y este a Putin y este a Zelenski. Por lo pronto, este otoño veraniego nos ha dejado una portada del Hola, riadas de teorías amarillistas, y un acto de mil doscientos enamorados de un proyecto que surgió de la ilusión y el deseo de cambio. Un congreso que parecía el último partido de Piqué en el Camp Nou, donde el central del Barça al despedirse mandó un beso a un lugar de la grada en el que no estaba Iglesias, ni tampoco Shakira.

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