Hace unos días conocíamos por medio de este periódico el salvamento ‘in extremis’ de ser vendida como chatarra la estructura ferroviaria más antigua de Andalucía.

El puente de trenes de San Alejandro parece ser se salvó por sus esquirlas de hierro y moho, que no por los pelos, de perecer ante la inefable maquinaria que pretendía reducirlo inmisericordemente a diminutas partículas de frágil arrabio. Pero la conjunción entre la casualidad y la preocupación de un buen ciudadano, el ecologista Joaquín Paloma, logró esbozar una segunda vida para esta emblemática estructura ferroviaria, segunda vida que parece se hará realidad más pronto que tarde.

Y es que este hecho aparentemente tan trivial de facilitar una nueva ocupación, un nuevo destino, o incluso un nuevo carácter a personas, enseres y cosas que nos rodean, que viven con nosotros, que están pero que en infinidad de ocasiones no somos capaces de ver, puede y debe convertirse en lo que hoy eufemísticamente venimos a denominar como poner en valor los recursos propios. Y para ejemplos los colores del arcoíris.

Es muy común que algunas personas comiencen a paladear una segunda vida después de haber sufrido graves inconvenientes de salud. Los planteamientos vitales cambian, y esa segunda oportunidad se suele saborear de manera bien diferente a la vivida con anterioridad. Dicho esto, es público y notorio que nuestra ciudad no destaca precisamente por conceder segundas vidas a elementos patrimoniales de cualquier índole.

Bien sabemos de muchos que quisieran haber tenido la suerte de poseer entre sus calles y plazas, como nosotros, la riqueza que hoy ni tan siquiera adivinamos. No son pocos los que piensan que «Las Zonas Históricas son las Madres de las Ciudades de España». Y siguiendo con el símil, desgraciadamente no todos tratan igual de bien a sus respetabilísimas madres.

El Puerto está falto del cariño que se nos va por la boca como el vaho se nos esfuma en las noches de humedad junto al Guadalete. En nuestra ciudad se prioriza lo efímero por encima de la sustancia. Se prefiere antes el postre que un buen primer plato, que es lo que siempre hemos sido a lo largo de la historia. Y no aprendemos.

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