P ARA ser manifestante, a día de hoy, hay que cumplir con unos estándares homologados y protocolizados según la norma de algún organismo independiente dependiente de un organismo superior. Hay que pedir permisos y rogativas. No como antes, que la gente iba y se manifestaba a la buena de dios, a la remanguillé o al tuntún, cortando calles, eructando y desafinando con los eslóganes. Ahora el orden es primordial, para que se vea bonito tanto desde el cielo como desde el infierno. Para ello, se instaura un equipo voluntario de seguridad, hiperconectado, que se encarga de avisar cuando hay boquetes o cacas en el camino o cuando hay que acelerar o detenerse. Las personas serias han de cumplir con los tiempos. Las pancartas deben ser satinadas e impresas a color (las telas blancas con pintura manual son ya piezas de museo). Las banderas deben ir planchadas, los panfletos limpios, sin manchas de aceite, bien maquetados, y con proclamas respetuosas con todo, incluido ya últimamente el medievo y el antiobrerismo. Si no se cumplen todos estos estándares y protocolos, se corre el riesgo de parecer una masa indignada que clama por sus derechos laborales y sociales. Y no se trata de eso.

Porque, al fin y al cabo, manifestarse en la calle sigue estando mal visto. Cansa mucho caminar bajo el sol sin un ritmo constante, te obligan a hablar con la gente de al lado aunque no conozcas a nadie y luego te ves forzado a tomarte una cerveza o refresco con una tapita para reponer fuerzas. Con las tecnologías e infraestructuras que tenemos, la mayoría de la población (matemáticamente hablando) considera más eficaz protestar y reclamar desde las redes sociales digitales, donde nadie te huele, no se desorganizan los autobuses urbanos y no se molesta a la clase turista empedernida. Y para reunirse en mogollón, para eso tenemos ferias, botellódromos, procesiones, motoradas, centros comerciales, partidos de fútbol, que, después de todo, son más rentables que cualquier manifestación ejemplar.

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