Ya sabe a qué me refiero, a aquellas fiestas en la que los participantes llevaban disfraces o máscaras grotescas y a las representaciones realizadas por medio de gestos y movimientos sin emplear palabras. O sea, lo que hoy está pasando se mire hacia donde se mire, empezando por la chusma política y los pontífices amaestrados que nos recomiendan el carné de republicanos. 
Y usted, que sabe perfectamente que los que ayer fueron dioses hoy son basura contaminante -y viceversa-, podrá preguntarse por lo menos: ¿Qué república? ¿La francesa, la alemana, la venezolana, la argentina, la boliviana, la cubana…? Vamos, si no es mucho preguntar a los nuevos redentores que están empeñados en acabar con la España constitucional propensa siempre a las convulsiones y a las alferecías gracias al desprecio de sus dirigentes políticos hacia el pueblo y gracias a sus padrinos, los potentados de derechas o de izquierdas, que el dinero no tiene ni ideologías ni patrias. 
Ante el espectáculo que tenemos delante, parece que nadie se rebela por seguir siendo nadie; que lo normal es que unos payasos se arroguen el derecho de especular con nuestras opiniones, con nuestra economía, con nuestro presente y con nuestras crisis por ellos provocadas gracias a sus incapacidades manifiestas y a sus egoísmos. 
Juan Carlos I se ha ido de España, dicen que temporalmente. Bueno y qué. La de veces que se ha ido y ha vuelto sin que nadie se enterara. Él, como casi todo el mundo, podrá presumir de lo que se le antoje, menos de santo, siempre estuvo en el borde de los peligros que conllevan el lujo, el sexo y una formación cuartelera que disimulaba con una campechanía que utilizaba siempre impostada y con reserva o, para ser más preciso, con freno y marcha atrás cuando tenía que salirse por la tangente, como hizo tantas veces. Pero de santo, nada.
Su infancia y primera juventud la vivió como su padre, con el apoyo de unos cuantos interesados, los mismos que se desilusionaron cuando vieron que ya no cabían los cortesanos palaciegos, aquellos que pretendían reivindicar sus privilegios que el antiguo régimen ignoró, una nobleza de chichinabo que alternaba sin rubores con los grandes especuladores, que eran los que pagaban sus facturas como pagaron las de su padre.
De santo, nada. Le tocó una época difícil. Franco lo amamantó y gracias a la inteligencia de unos cuantos, pocos, políticos, superó su bisoñez y sus carencias. Llegó la Constitución que lo consagró como Rey por una mayoría abrumadora; una Constitución que el pueblo aprobó sin leerla aunque con la convicción de que nacía gracias a un acuerdo entre los que no querían perder privilegios saliendo por la gatera y los que tenían mucho que ganar renunciando a sus esencias. Como así fue.
Ahora estamos en la segunda parte de la mojiganga y la pantomima: las interpretaciones que ya se vienen haciendo entre los lameculos oportunistas convertidos, por mor de sus propios intereses, en títeres de cachiporra alojados en los medios de comunicación y en el mantra de una república sin especificar y que, por la tendencia que se advierte, será más iberoamericana que europea.
En esa estamos. El ex Rey se ha ido de España y se ha equivocado. Esto no ha hecho más que empezar.

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