Una de las razones por las que me vine a vivir a mi barrio fue por sus comercios. No es que a mí me guste ir de compras; más bien todo lo contrario. Pero me gusta la sensación de saber que si necesito algo puedo ir en un salto a la tienda de abajo.
Tengo a mano la verdulería, la pescadería, la carnicería, la panadería, la farmacia, la librería, el estanco. Hay peluquería, juguetería, joyería, papelería, óptica, floristería, zapatería, ferretería. Varias tiendas de ropa, de deportes, de iluminación… Puedo comprar desde un colchón a una bicicleta, un paté ecológico o una cocina entera sin moverme más de cien metros.
Esto para mí es la gloria, sobre todo porque significa que no dependo de coger un coche y meterme en un centro comercial, mi pesadilla.
Cuando yo vine a este barrio, las compras por internet eran un exotismo restringido a productos muy concretos. Hoy son la forma de consumo más habitual en muchas familias.
Yo me resisto, consciente como soy del perjuicio que supone este modelo para el comercio tradicional, el que da vida a mi barrio, el que le da personalidad y lo aleja de las zonas residenciales clonadas que empiezan a ser la norma. A veces caigo, traiciono mi coherencia y hago algún pedido caprichoso, lo que me supone luego cargar con el sentimiento de culpa cada vez que veo algún producto similar en los escaparates de mis vecinos.
Pero me estoy quedando sola en la cruzada. No me esperaba que el boicot llegara incluso desde dentro. Algunos de estos comercios, llevados, supongo, por la necesidad, se han convertido a su vez en puntos de entrega de compras por internet.
Se forman colas en la acera; la calle se llena de coches en doble fila de gente que viene, estresada, a recoger aquí sus paquetes; pasear es una prueba de obstáculos y circular, un peligro.
Comprar cualquier cosa en estas tiendas se hace ahora tan incómodo y tedioso, que he dejado de visitarlas. Ojalá el resto resista.
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