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XXI edición

Festival Cádiz en Danza: Rocío Molina, la cuerda y la nota

El guitarrista Eduardo Trassierra y la bailaora Rocío Molina, en el Falla.

El guitarrista Eduardo Trassierra y la bailaora Rocío Molina, en el Falla. / Lourdes de Vicente

Con el Teatro Falla rugiendo, en pie, batiendo palmas a compás y con los tres artífices de la alegría tan felices como exhaustos, se nos viene a la cabeza la pregunta, ¿cuánto hay que sufrir para bailar así?, ¿cuánto hay que sufrir para tocar así? Sí, obvio, todos los primeros espadas de cada disciplina que se nos antoje imaginar pasan sus duquelas para construir su personalidad artística pero es que Al fondo riela, la segunda parte de la trilogía sobre la guitarra ideada por la bailaora Rocío Molina, a base de oscuridades, de dualidades y de, por supuesto, una suma de talentos portentosa, nos planta en la cabeza el interrogante. O, eso me parece, que tampoco es nadie una para andar sentenciando sobre los impulsos creativos del otro. ¡Qué sabe nadie!, ¿verdad?, que una expresión muy flamenca.

No sé si el espectáculo, que este miércoles se pudo ver en el Festival Cádiz en Danza, tiene que ver con las oscuridades inherentes a la luz de la belleza, ni si Rocío Molina, Eduardo Trassiera y Yerai Cortés emprenden una conversación sobre los egos, las inseguridades, la soledad, la carga que conlleva un reto... Si hablan de los padecimientos para, al final, seguir la luz al fondo e impregnar todo de color... No sé... No sé de la intención del emisor, sólo sé de la piel del receptor, que se pone de gallina.

Sólo sé que este triángulo bendecido por el entendimiento y la genialidad, con la malagueña en su vértice principal, se convierte en canal y, a la vez, en mensaje. Rocío Molina, posiblemente, en uno de los roles más elegante, más limpio, más fluido y más delicioso (si cabe) de su trayectoria se convierte en cuerda y en nota. Es instrumento y es inspiración. Es una, y es dos, gracias ese espejo omnipresente sobre el que baila; gracias a los dos guitarristas que a veces la jalan de un lado y de otro, que a veces ni la sienten, que a veces la apartan llevándose, estos maestros tan bien diferenciados, el foco de atención. Es una y es dos gracias a la mar, oscura, encabritada, la mar, lo único más insondable que el alma...

Rocío Molina es lo uno de lo otro en este montaje donde baila por farrucas, por soleá, por seguiriyas (ay omá la seguiriya) con sus maneras libérrimas, tan clásica como contemporánea, pero tan netamente flamenca en las hechuras de la cadera, de la figura, en la fiereza con la que agarra la bata de cola para mostrar la media-calcetín; o en ese punta-tacón de vértigo que nos deja sin aliento.

La malagueña Rocío Molina, en uno de los momentos de 'Al fondo riela' en el Falla. La malagueña Rocío Molina, en uno de los momentos de 'Al fondo riela' en el Falla.

La malagueña Rocío Molina, en uno de los momentos de 'Al fondo riela' en el Falla. / Lourdes de Vicente

Rocío Molina se rinde a la guitarra, y es la guitarra, y suena a la guitarra. Contracciones de muñecas, rabia contenida y expandida en espasmos, curvilínea, juguetona y desafiante... Rocío Molina más cuerda, con más cuerdas, que nunca es cuerda y nota, si me permiten el requiebro.

Más cuerda se enfrenta al abismo de sus fantasmas sólo armada con sombrero quijotesco y con un amor profundo por el instrumento que empuñan dos guitarristas tocados por la gracia, Trassierra, con su técnica magnífica que va sobrada de duende e inteligencia, y Yerai Cortés (los pies, los pies de Yerai llevando el compás...) con una personalidad escénica arrolladora, de un magnetismo sólo a la altura de su destreza.

No es poca la caballería, no, para ir al encuentro del reverso, de la antítesis que también nos conforma. Yo no sé cuánto hay que sufrir para bailar así, para tocar así, no sé cuál es el precio, ni los demonios, para ser canal del arte y convertirse en el arte mismo.

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