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coronavirus | clima social

Ten cuidado conmigo

  • El confinamiento ha acelerado la atmósfera de crispación, a nivel de calle y a nivel político, en una sociedad con baja resistencia a la frustración y que afronta un futuro inmediato sin muchos asideros y con un gran margen de incertidumbre. La famosa pregunta de si todo esto nos haría ser mejores personas ya parece tener respuesta.

Pintada alusiva al control del gobierno durante la pandemia.

Pintada alusiva al control del gobierno durante la pandemia. / Julio González

Quizá la primera lasca, ese primer impacto en el parabrisas, fue aquello de la Policía de balcón. La gente que, al principio del confinamiento, hacía salir aterrada a la calle a colectivos en situación excepcional, como los niños autistas. No tardaron en darse a conocer, por ejemplo, casos de sanitarios a los que abucheaban en su camino al trabajo, justo antes de aplaudir a las ocho. Y los aplausos, por supuesto: hasta eso se terminó intoxicando. ¿Hasta cuándo duró el buen rollo? Los buenos deseos, la asunción de imposibles obscenos de la vieja normalidad, los buenos propósitos, ¿dónde están? Papel mojado, tal que los dibujos de arcoíris bajo la lluvia.

“Una de las primeras cosas que genera una sensación de confinamiento es frustración: en principio, cualquier expectativa que uno pudiera tener queda frustrada, y para colmo, no se sabe durante cuánto tiempo –comenta el psicólogo Manuel García Sedeño–. La frustración no es una emoción, es un estado: pero despierta emociones como la ira, la hostilidad y agresividad. Después de pasar un montón de tiempo encerrado, con las expectativas rotas, sales a un escenario en el que no ves claro tu futuro y entras, por tanto, en una situación de ira y hostilidad”.

La pregunta obvia de si la pandemia de coronavirus, ese estrangulamiento feroz de muchos de nuestros problemas de primer mundo, nos haría salir mejores de lo que éramos parece tener ya respuesta. Probablemente, no hayamos salido ni mejores ni más sabios: lo que seguro hemos salido es más cabreados.

“Fíjate, al principio del confinamiento parecía que había, quizá para contrarrestar, casi un pico de euforia: ganas de contar, de divertirse, de cantar en público... –indica García Sedeño–. Una emocionalidad exagerada que tenía fallos, claro. No podía mantenerse. Estamos todavía en plena pandemia y vemos que la gente tira las mascarillas y guantes a la calle, un detalle tan tonto deja en evidencia que, ni ha cambiado nada, ni va a cambiar. El mundo se autoregenera en lo bueno y en lo malo:vamos a seguir siendo iguales. Después de la II Guerra Mundial, se desarrollaron unas formas de pensamiento sobre todo lo que había pasado que hoy nadie conoce, todo el pensamiento de Heidegger, por ejemplo, otras formas de estar en el mundo. Olvidamos muchísimo: esto quedará como una anécdota que contar”.

Y, en fin, hablamos de emociones. Caballos salvajes: siglos de confucianismo y una pátina de pensamiento positivo naif no son capaces de hacer mucho. “El discurso hacia el que aspiramos de controlar las cosas, la ira, no dejarnos arrastrar... tiene un lado más de cartón piedra, poco científico, que es el de la inteligencia emocional, que se inventaron los americanos. Y ten en cuenta, además, que estamos inmersos en un estilo de vida en el que han bajado los niveles de tolerancia a la frustración”. Vaya, gasolina en secarral: “Somos tan impetuosos que lo que compramos lo queremos al momento: ¡¿cómo que no está aquí mañana?! El de Amazon ya está en la esquina... Estamos creando, sin darnos cuenta, un sistema social que, en su conjunto, genera mucha hostilidad”.

A la baja tolerancia a la frustración, se ha unido una situación de frustración extrema

Agresiones que no vemos, pequeños emperadores. A una baja tolerancia a la frustración se ha unido una situación de frustración extrema, con las barbas en remojo a la espera de las tijeras -por supuesto, hemos fumado y bebido más durante la cuarentena-. No es que las revueltas en tiempos de pandemias (o de hambre) sean algo nuevo: más bien conviene recordar que cualquier estresor acelera una realidad que antes ya estaba ahí.

“Todo lo que estamos hablando, además –continúa el psicólogo– se ha visto reforzado por nuestra ventana al mundo, por las distintas plataformas digitales, y también por los modelos sociales que tenemos como referencias: una televisión llena de reacciones agresivas y hostiles”. Aunque las redes sociales tienen la capacidad de funcionar, a la vez, como potenciadores y como neutralizadores: viralizan y avivan cualquier polémica; pero también sirven de desahogo, de tirita social. “El anonimato permite en gran medida que te sientas escudado para llevar a cabo la conducta que quieras. Pero, como siempre decimos, un cuchillo no es por sí un arma homicida:las redes, tampoco”, apunta García Sedeño.

Sin tener la responsabilidad última y absoluta, sí parece que el eco del universo de las plataformas sociales salpimenta lo que podríamos llamar el clima social. Pero ni ellas, ni los dos meses de encierro, ni las tétricas

¿Hasta qué punto la clase política no es un reflejo de la sociedad, actuando para su público?

perspectivas económicas han comenzado el incendio que parece existir en las pantallas y fuera de ellas, entre vecinos y en el Parlamento: una dinámica, la de las altas esferas, que tiene a gran parte de la sociedad ojiplática, mientras observa el patio sin barrer. Hace preguntarse hasta qué punto los políticos no hacen más que reflejar a la sociedad a la que representan, actuando para los aplausos de su público.

Yo sí que viví el 23F –comenta el filósofo y ex diputado del PSOE Ramón Vargas-Machuca–, y tengo la sensación de que no he visto nada parecido en mi larga vida política. En la Transición había muchas cosas que callar, que chirriaban, muchos malos perdedores. Pero quizá teníamos demasiada memoria como para saber qué es lo que no se puede hacer. Esto es una competición a la chica, cuando el tema va de reconstrucción –subraya– y si no mostramos unidad, si no somos fuertes ante Europa y los acreedores, más se van a cobrar. Pero, a nivel político, todo parece apostarse al corto plazo”.

“Uno de los aspectos de esta realidad de crispación que más me llama la atención es el discurso del odio –continúa Vargas-Machuca–. Una expresión que viene de muy atrás, que sirve para estigmatizar a un colectivo. No es que no estuviera en política, pero en escenarios como este, en los que se trata más de aportar que de señalar, es doblemente grave. El otro tiene la culpa de todo y se anula así toda posibilidad de convivencia, justificando la agresión: no sale una posibilidad de diálogo”.

El clima de crispación u odio político se alimenta con prejuicios, que es la munición de la que se ha nutrido siempre el adoctrinamiento más infantilizado –prosigue–. El incremento de la polarización política llega a un punto de retroalimentación. A mí, todo esto, además de miedo me produce una tristeza enorme. Daña de manera irremediable la convivencia civilizada en democracia o lo que decía metafísicamente Hannah Arendt, la intersubjetividad humana”.

Lo que parece claro, opina Vargas-Machuca, es que la crisis de la democracia va ligada a la crisis de la sociedad del bienestar:“Mientras la democracia va dando trigo, no hay problema”, comenta. No deja de ser curioso, y preocupante: en Lo imprevisible (Planeta), el libro sobre tecnología y condición humana de la divulgadora Marta García Aller, tanto Mary Beard como Martin Rees dan a entender que su mayor preocupación a medio plazo no viene dada por la tecnología, sino por el futuro de la democracia.

“Yo observo todo esto desde la perplejidad –continúa Vargas-Machuca–. El régimen que apuntalamos en el 77 tiene una crisis bastante gorda: primero, por ineficacia a la hora de resolver ciertos problemas; segundo, por impotencia. Los demócratas estamos perplejos. Quizá sea que este mundo que nos toca vivir no tiene recursos para hacer frente a tantos puntos de fuga y amenazas, y lo que estamos hablando, que la democracia esté atascada en un clima de crispación, no es más que un síntoma”.

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