Tarifa, estación para la esperanza
Un futbolista de la Segunda División de Costa de Marfil, un estudiante de marketing de Camerún y una compatriota que dejó a su hijo atrás narran su odisea en un viaje que, aseguran, dejó muertos en el Estrecho.
El olor a almizcle se va haciendo cada vez más intenso, pero después de unos minutos llegas a la conclusión que no es de los peores sitios donde has estado. Donde se jugaba al pádel, ahora hay otro set en juego, el de la supervivencia conseguida a base de años de lucha contra la miseria. En una cancha, cientos de cuerpos de toda la geografía africana buscan afanosamente una postura que les permita sobrellevar las horas sobre un césped de mentira. Al lado, mujeres que buscan con una camiseta sobre su cabeza huir de la luz y buscar el descanso mientras sus hijos, algunos bebés, se empeñan en no puedan hacerlo. Este deporte, el pádel, cuyo escenario les ha servido como cobijo temporal, facilita que el cristal de sus paredes les permita verse y mandarse unos besos que ahora les hacen más falta que nunca.
Sobrecoge la entereza con la que estas personas aceptan su situación. Para ellos es el comienzo de su destino. No estarán aquí mucho tiempo, es una estación de paso al resto de su vida en la que, a poco que les vaya un poco mejor de lo que hasta ahora les ha deparado, saldrán ganando. En lo que todos coinciden es en romper la asepsia con la que se ha vendido esta avalancha de pateras. "Vimos a personas morir en el mar". Nada de un viaje de limpieza quirúrgica, de lanchas de goma rescatadas sin problemas. "Ha muerto gente", aseguran los inmigrantes rescatados y acogidos en Tarifa.
Un agente, no importa quién, acompaña los primeros pasos dentro del pabellón municipal tarifeño. A pocos metros, la otra cara de la moneda: decenas de turistas aprovechan sus vacaciones y un sol espléndido que calienta unas playas que, para quienes se hacinan apenas a cien metros de ellos, era su punto de destino después de una pesadilla. El agente confiesa que "desgraciadamente sí he visto esto antes y créeme que la única manera de sobrellevarlo en con mucha voluntad". Acostumbrados a detener a quienes cometen actos terribles, estos días se transforman en salvadores de quien lucha por su vida, sobre todo con los niños, de los que hay más de 30. Hacen de improvisados padres (muchos lo son) aunque sólo sea para que dejen de llorar y encuentren en sus brazos la salvación que busca.
"El trabajo de los voluntarios de Protección Civil y sobre todo de la Cruz Roja es impresionante. Nada de esto sería posible sin ellos". En las caras de muchos de ellos, las ojeras que delimitan sus ojos le dan toda la razón. "Hay que darles seguridad, sobre todo, eso es lo que vienen buscando, además de los elementos básicos para que puedan tener una vida digna, como comida, ropa limpia, atención médica, higiene y mucha comprensión".
Hay colas para todo, necesarias para obligar a cumplir con un mínimo orden a más de 800 personas que se disputan unas atenciones de las que jamás han disfrutado. Dice que se llama Francois, pero a tenor de la colección de dientes que muestra después de confesarlo, puedes apostar a que no es su nombre real. Tampoco importa. Espera a recibir tal vez la primera atención médica en sus 25 años de vida. Sus ojos negros transmiten cansancio. Una silla de plástico le sirve para esperar el remedio a su terrible agotamiento que apenas le permite cruzar unas palabras. "Estoy bien sólo très fatigué". Es comprensible, salió de Chad, a más de 5.000 kilómetros de Tarifa, hace dos años. No es el peor de todos ellos. Para algunos, el viaje duró más del doble.
A su lado, agentes de Extranjería se empeñan en identificarlos a todos. De nuevo los niños ofrecen las muestras de ternura más espontáneas en estos casos. Caras de asombro responden a los intentos de tomarles las huellas dactilares. A pesar de la barrera del idioma, los gestos de los policías les tranquilizan y no dejan de mirarse los dedos y asombrarse cuando se convierten, para ellos, en inexplicables rayas en un papel. De ese acto dependerá buena parte de su futuro. A aquellos procedentes de países con los que España tenga convenio de extradición supondrá la deportación inmediata. No hay peligro, la inmensa mayoría vienen de naciones donde no existe y donde los padrones son imposibles de comprender. Se quedarán aquí.
A pocos metros asoman entre los huecos de la valla los dedos de Itembe, camerunés de 28 años. Salió de su país en 2011. Tres años largos después llegó a Tarifa. Su historia rompe el arquetipo del ocupante de una embarcación que se juega la vida en el Estrecho. Vivía en una ciudad en Camerún, estudiaba marketing en la universidad hasta que un día decidió dejarlo todo. "No hay nada allí, no hay esperanza, no hay futuro para nadie, por más que estudies no sirve para nada". A su lado un compatriota que, paradojas del destino, ha conocido en Tarifa, a más de 5.600 de su casa. Djob tiene 25 años y ya chapurrea algo de español: "Lo aprendimos en la escuela".
Son dos jóvenes más que formados, de los que un país no debería permitirse el lujo de perder. Tal vez esta sea una de las explicaciones de la falta de desarrollo de África, que no puede afrontar mejoras mientras sus generaciones más válidas y preparadas prefieren jugarse la vida en una balsa de juguete antes que quedarse donde nacieron.
Son los primeros -luego lo harán los demás- que ponen en contexto un viaje definido oficialmente como impecable. "Sentimos pánico mientras navegábamos en el mar, vimos morir a gente". Atenaza la frialdad con la que hablan de una muerte que han visto de cerca más de una vez desde que salieron de su país hasta cobijarse en un pabellón deportivo de Tarifa. Lo más duro "fueron los meses que pasamos en Marruecos antes de cruzar el mar, estuvimos cuatro meses comiendo trozos de pan, porque allí es imposible conseguir comida, no te dan trabajo. En Marruecos hay mucho racismo, mucho más que aquí, porque los negros no tenemos posibilidades de trabajar, y además nos insultan constantemente".
No quieren decir dónde permanecieron en ese país, con ciudadanos que, curiosamente, son también inmigrantes irregulares. "Hay mucha gente que viene detrás de nosotros y si decimos algo llegará la Policía". Después de semanas en ese infierno, igual o peor del que huían en su origen, "alguien nos dijo que había una oportunidad para llegar a España y vinimos, pero fue muy duro; sentimos mucho miedo, pánico, porque había mucha gente en una balsa que se hundía, con mujeres, niños; fue durísimo". Lo dicen en serio, porque esa sonrisa con la que recibieron la primera pregunta ahora ha desaparecido de inmediato.
¿Por qué alguien con estudios universitarios y con formación académica lo deja todo, deja su país y se enfrenta a un cúmulo de calamidades que casi le cuesta la vida varias veces para llegar a un sitio donde tampoco es que tengan un futuro floreado? Es la eterna pregunta que rompe el molde del arquetipo, del prejuicio que tenemos sobre alguien que es rescatado de una patera. "Allí no había ningún futuro. Es el sistema el que está mal. Estudias, te preparas y después no hay absolutamente nada". "¿Conocen la crisis que vive España y Europa?" "Sí, pero aún así, aquí hay más oportunidades que en nuestro país".
A su lado Cisse, de 21 años llega de Costa de Marfil. Como su afamado compatriota Didier Drogba, se dedica al fútbol. "Jugaba en la Segunda División, Drogba es mejor que yo", reconoce. Lejos de los oropeles de la estrella mediática,Cisse sólo espera que los más de 5.000 kilómetros que lleva recorridos le sirvan para "poder jugar al fútbol, aquí o en otro lugar si hay posibilidades, me gustaría mucho". También asegura que fueron "un infierno los tres meses que pasé en Marruecos, muy duros". El joven, aún con la modorra de haber dejado el sueño hace poco, recuerda que salió de su país "hace cuatro años, a principios de 2011. Hasta aquí he llegado andando, en algún autobús y en coches de personas que nos ayudaban en el viaje". A pocos metros de la misma pista de pádel están su mujer y su hijo. "Están bien y eso es lo que me importa".
En un banco corrido, una decena de mujeres muy jóvenes que serán las primeras entre los más de 800 que aún atestan las instalaciones que saldrán hacia otros lugares. Con uñas pintadas y pelo recogido, Rosine Angnou tiene apenas 20 años y reconoce que "hasta llegar aquí desde Camerún han sido dos años durísimos". A su lado, Banassa Dosso, que nació hace 26 años en Burkina Faso. Con prisas por marcharse, confiesa que "no sé lo que será el futuro, pero creo que mejor que lo que he dejado atrás". Entre lo que abandonó está su propio hijo, "que se quedó con su padre".
Una pulsera de colores marca su destino. Hoy les toca a las mujeres y a sus niños. Una bolsa con algo de comida, útiles para el baño, ropa limpia para ellas y sus bebés que cargan con verdadero esfuerzo. Ambulancias de la Cruz Roja que les trasladan a Jerez, San Fernando, Cádiz... Han sido más de un millar de personas, de historias, de vidas que comenzaron a miles de kilómetros. Meses, años después se encuentran en Tarifa, no como en la romana Estación Termini, sino como el punto de partida hacia su futuro. No son mendigos, son héroes.
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