DE POCO UN TODO

Enrique / García-Máiquez

La dimisión universal

HA dimitido Curbelo. Él se ha quedado sin su puesto de senador, al que tenía en tan alta estima, y yo sin el artículo indignado que le iba a dedicar. Aunque a ver cómo superaba mi columna la actuación de Casimiro Curbelo, senador socialista de La Gomera. La descripción de la catadura del tipo ya la daban de sobra la situación (llevando a su hijo a un local de alterne) y, sobre todo, sus insultos a las chicas del sitio y luego a la Policía, que pueden ustedes encontrar -si tienen estómago para ello- en internet.

Quedémonos, pues, con lo positivo: ha dimitido; y eso aquí es extrañísimo, casi un anglicismo. ¿Quién le iba a decir a Casimiro que iba a dar un toque british a nuestra política, él, tan representante de la España antaño de Esteso y hogaño de Torrente? ¡Bien por su dimisión!

Esperamos muchas otras, aunque sentados. La de Camps, por sus trajes, pero más por sus mentiras. Y tenemos el caso Faisán, con la cúpula policial emplumada, y con sus dos responsables políticos, en cambio, mareando la perdiz de ministro del Interior (Camacho) y el pavo de candidato a presidente (Rubalcaba). Y no acaba el paisaje dimisionario. Todo El País se lo pide a Zapatero en forma de adelanto electoral. Lo quieren dimitir, como se dice.

José Aguilar consideraba en su artículo de ayer la dimisión como un procedimiento de buena práctica democrática, y eso, que es exacto, explica muy bien sus peculiaridades. Porque la gente dimite cuando la pillan in fraganti, fíjense. Incluso en la modélica Inglaterra, oh, las dimisiones no responden tanto al comportamiento impresentable como a su -"vaya, qué mala suerte"- descubrimiento. Estamos ante una práctica, en efecto, estrictamente democrática: es la presión de la opinión pública la que obliga a los políticos y altos funcionarios a mover ficha. Si no, ¿de qué?

El hecho de que en España ni en la picota la muevan -con la excepción de Curbelo- no nos debe cegar de admiración por la cosa. Una dimisión es menos que nada, claro, y ojalá cundiese el ejemplo de Casimiro (sólo éste, por Dios), pero las dimisiones solas no valen, desengañémonos, para forjar una auténtica ética. No es el seppuku, precisamente, sino un recurso hipócrita y último de Tartufo pillado con las manos en la masa. Aquí tendrían que dimitir a puñados, desde luego, pero ni eso arreglaría el problema de fondo. Por más intentos que se han hecho de sacarse de la manga una ética pública, cívica, moderna, democrática y toda la pesca, parece que al final no queda otra que volver a la ética personal, estricta, íntegra e indivisible de toda la vida. La que no quieren ver ni en pintura.

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