
La tribuna
Javier González-Cotta
Señora con bambito camina
La tribuna
En tiempos no tan remotos, los cañones dictaban las fronteras con su pólvora: la ciudad de Melilla llegaba hasta la línea invisible que trazaba el alcance de El Caminante cuyo disparo llegaba hasta los 2.900 metros. Más que atender a la razón, el límite lo marcaba la razón de Estado. Un siglo y medio después, en este tiempo hostil, proclive al odio, se ha impuesto un nuevo perímetro. En la reciente reforma de la ley de universidades, el Gobierno español ha proclamado, con la solemnidad que exige la ausencia de argumentos, que para que una universidad sea universidad ha de tener, como mínimo, 4.500 estudiantes. ¿Por qué 4.500 y no 4.432 o 4.678? No parece que el dato haya descendido de los cielos en una tabla de mármol. Tampoco hay noticia de su desentierro en los pliegues de algún sesudo informe sobre eficiencia académica o equidad educativa. Esta vez, parece que ni siquiera ha intervenido Tezanos en la cifra. No. La cifra mágica y definitoria se ha encontrado exactamente donde se encuentran todas las decisiones prácticas de nuestros tiempos: en la conveniencia.
La frontera de Melilla se delimitó para que el enemigo no pudiera acercarse demasiado. Este nuevo perímetro universitario parece diseñado no para proteger el conocimiento, sino para proteger otros intereses. Porque, por pura casualidad, claro, la universidad más pequeña del sistema público, la Universidad de La Rioja, cuenta con 4.573 estudiantes. Apenas unos pasos más allá del disparo regulador, que sí acierta de lleno en varias universidades privadas.
No es que el número esté mal. Es que es demasiado exacto para ser honesto. Como todo buen número en la política mediocre, no nace del cálculo, sino del miedo. No se ha buscado proteger a las universidades; se ha buscado protegerse de ellas. Como antes con los cañones, el Gobierno sigue delimitando lo que puede y no puede llamarse ciudad, o universidad, no con criterios de grandeza, sino con los precisos límites de su comodidad e intereses partidistas. Sin decirlo, excluye otros criterios incómodos: ratios bajas de alumnos, formación de grupos de investigación de primera línea, por ejemplo. Y es que, también aquí, las ordenanzas proscriben la excelencia.
Uno de los grandes problemas de nuestra orgullosa península, con muchas virtudes, que no incluyen la introspección, es que para los medios es más fácil, y entretenido, señalar la paja en el ojo ajeno que detectar el poste telegráfico que le atraviesa el suyo. Así, mientras el huracán Trump apenas había desplegado su primera ráfaga en la Casa Blanca, ya los periódicos españoles recitaban con fervor crítico cada uno de sus decretos, desde los más pintorescos hasta los más perturbadores, incluyendo la retirada de fondos públicos a las universidades (casi todas privadas y famosas) contaminadas de lo woke.
Pero Trump no se ha atrevido (por ahora al menos) a hacer lo que aquí propone el gobierno español: suprimir, de un plumazo, las universidades con un número de estudiantes reducido y por tanto evitar futuros modelos de excelencia basados en bajas ratios de estudiantes. Si se aplica esa medida en los Estados Unidos: el Caltech, ese modesto monasterio del saber con apenas 2.300 estudiantes y 72 premios Nobel en sus claustros, desaparecería como cabina de telefónica, junto a la Rockefeller University, con menos de 300 estudiantes, con otros 26 nobel desde su fundación.
Nada de esto, por desgracia, es nuevo. España, con su legendaria constancia para tropezar en la misma piedra ya ensayó esta mutilación del saber en 1807, cuando el ministro Caballero, con alma de contable y espíritu jacobino, decidió cerrar universidades pequeñas y homogeneizar las supervivientes al modelo de Salamanca. El resultado fue el cierre de diez universidades y el principio de un siglo XIX que, mientras en Europa se levantaban las famosas universidades de ladrillo, nosotros nos aplicábamos con fervor a derribar las de piedra. Aquella poda administrativa no sólo redujo la oferta educativa, sino que empobreció el pensamiento, frenó la ciencia y vació de humanismo buena parte del XIX y del XX.
Hoy la historia se repite, es más, se emite en diferido, con gráficos en PowerPoint y lenguaje gerencial. Pero el guion es el mismo: donde hay pluralidad, imponer uniformidad; donde hay excelencia discreta, exigir tamaño; donde hay futuro, aplicar la lógica de quien solo sabe medir, pero no comprender. El modelo universitario de Procusto. Así, entre disparos de ayer y decretos de hoy, España sigue marcando con metralla y con guerra declarada el perímetro de su pensamiento. Y mientras se insista en confundir grandeza con cantidad, el futuro de la universidad española no se basará en los resultados ni la excelencia que genere, sino en la adaptación y resistencia a los sucesivos gobiernos.
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