Tribuna

Rafael rodríguez prieto Rafael Padilla

Profesor de Filosofía del Derecho y Política en la Universidad Pablo de Olavide

Por un 3% para I+DLa letra maldita

Son muchos los que lamentan el terrible desconocimiento que hay entre la población general sobre las cuestiones científicas

Hace unos años, escuché a un científico decir que si la gente conociera lo fascinante que puede llegar a ser la ciencia se olvidaría de los programas del estilo de Cuarto Milenio. Son muchos los que lamentan el terrible desconocimiento que hay entre la población general sobre cuestiones científicas básicas. Este hecho se acentúa con el auge de creencias infundadas como la homeopatía, cuya seriedad y eficacia está al nivel de las caras de Bélmez. La carencia de cultura científica, y la general falta de interés por el conocimiento, nutre un modelo televisivo especializado en la producción de crédulos y analfabetos por doquier. Engañar con el último crecepelo o documentar la presencia del monstruo del Lago Ness ligando en Benidorm parece compatible con la inteligencia artificial.

Periódicamente, científicos y otros académicos nos recuerdan la escasa inversión española en I+D. Cuando no se le da valor a algo, la gente tiende a no echarlo de menos en los presupuestos. Desgraciadamente, España forma magníficos investigadores que terminarán, en demasiados casos, aportando su genio a un proyecto extranjero por falta de oportunidades. No voy a recordar cifras. Las conocemos bien. En los últimos años, muchos colegas han alertado de la dramática caída en la inversión y sus consecuencias para nuestro prestigio y desarrollo. De acuerdo al INE, la partida para Investigación retrocedió por sexto año consecutivo en relación al PIB. No pretendo aburrirles. Solo les recordaré que mientras que nosotros gastamos en I+D el 1.19% del PIB, otros países de influencia semejante doblan esta inversión o incluso superan el 3%.

De poco sirve lamentarse periódicamente. Se trata de un desafío que compromete la viabilidad de nuestra sociedad. Si la ciudadanía no presiona a los políticos para que las cosas cambien, alguien publicará esta misma tribuna dentro de veinte años. En consecuencia, nuestros conciudadanos deben ser parte esencial del debate y de la solución.

Dan Senor y Saul Singer publicaron en 2009 un célebre libro titulado Start-up Nation: La historia del milagro económico de Israel. Uno de los aspectos más interesantes del libro es que el éxito de Israel como país generador de empresas de alta tecnología se forjó gracias al reconocimiento social de esta labor. La opinión pública debe entender que invertir en I+D es algo importante. Que la ciencia es vital para el desarrollo de una sociedad. Lo mismo que apoyar el arte y a los artistas. Pero no sirve de mucho sentirse predicadores en un desierto presidido por la inmediatez o las modas. Debemos esforzarnos en explicar por qué es tan capital como las pensiones o la preservación del modelo público de sanidad y educación. Lo más fácil será culpar al ciudadano común de prestar más atención a Ronaldo o Messi. Pero esta salida es estéril. Debemos ser capaces de transmitir esta idea e implicar a todos aquellos con capacidad de influir. Si se logra, la ciudadanía lo entenderá y actuará. Políticos, medios de comunicación, empresarios, profesionales de diferentes sectores pueden lograr el cambio. La cuestión es saber hasta qué punto hay interés, más allá de la típica retórica preelectoral o de algunos discursos en los Princesa de Asturias.

Hoy se habla mucho de la reforma constitucional. Es un debate recurrente en los medios entre políticos y periodistas. Aprovechémoslo. La propuesta es muy sencilla. ¿Por qué no reformamos la constitución para que sea obligatorio que los gobiernos inviertan un mínimo del 3% del PIB en I+D? Esta iniciativa tendría la virtud de que la ciudadanía se informaría y reflexionaría sobre las razones para un precepto así. Esta obligación tendría como consecuencia que buena parte de los recursos de todos se invertirían en Investigación y Desarrollo, independientemente del partido que gobernase. De esta forma, sacaríamos a la investigación, y su valor como fuente de transformación social, de la abstracción y la situaríamos en la primera línea de la discusión pública.

La vía para hacer efectivo este cambio no sería gravosa ni excesivamente complicada. Bastaría con acudir al procedimiento ordinario de reforma constitucional que ampara el artículo 167. El proyecto de reforma, en su modalidad básica, tendría que ser aprobado por mayoría de tres quintos de cada una de las cámaras. Existe, además, la deseable posibilidad de que se convocara un referéndum para ratificar la reforma aprobada, si lo solicitan la décima parte de los miembros de cualquiera de las cámaras.

Decía Pascal que "el hombre está dispuesto siempre a negar todo aquello que no comprende". Se puede negar de muchas formas. Se niega un problema cuando se obvia su relevancia. La democracia implica decisión, pero también comprensión y deliberación. El 3% para I+D es un paso en esa dirección.

SOPLAN malos vientos para la españolísima eñe, esa consonante tan coqueta, adornada con su virgulilla, que encarna como ninguna la esencia de lo hispano. Recelosos de su fuerza simbólica, se multiplican sus enemigos internos y externos. Y miren que, lejos de representar un atraso, su propio nacimiento surgió de un alarde de genialidad: fue la economía del lenguaje la que, ya en la Edad Media, impulsó el uso de esta n con su característica tilde como ventajosa alternativa a la doble ene latina. El inmortal García Márquez así lo asegura: la irrupción de la eñe, hija del progreso, implica "un salto cultural de una lengua romance que dejó atrás a las otras". La ny catalana, la gn francesa e italiana o la nh portuguesa testimonian sus respectivas carencias lingüísticas. No es, lo sé, patrimonio exclusivo del castellano: el mapuche, el filipino y el quechua o idiomas más cercanos como el asturiano, el vasco, el gallego o el bretón también la acogieron en sus grafías. Pero, en el inconsciente colectivo, la eñe, cuando aparece, transpira España por los cuatro costados.

Algo de esto, aunque en relación con el bretón, late en el sustrato de una airada sentencia francesa que, en 2017, negó a unos padres el derecho a inscribir a su hijo con el nombre de Fañch. Según los jueces, esa irreverente e ilegítima eñe atenta "contra la unidad del Estado y la igualdad de todos sin distinción de origen". En esta semana, pendiente aún el recurso, el mismísimo Macron ha reiterado su innegociable veto a tamaña herejía.

No es, por otra parte, disputa nueva: recuerden las dificultades que hubieron de superarse para que la entonces CEE abandonara el proyecto de imponer en toda Europa la fabricación de teclados de ordenador sin la eñe. La intervención de la RAE y el pertinente Real Decreto del Gobierno español evitaron aquel atropello.

Eso, que una letra sea capaz de unir y dividir naciones, es pavura que incluso nosotros padecemos. No debe de ser casual que una parte de España no se sienta Cataluña, sino Catalunya, y anhele separarse del resto. La inocente ene con boina, un logro desconocido por la lengua catalana, sirve de asidero en trance de rebelión. Para que luego digan que la ortografía es una antigualla inútil. De ahí el empeño que deberíamos poner en su utilización y en su vigencia: la eñe, poderosa, avanzada y maldita, asombrosamente resume, expresa y visualiza lo que, juntos, queremos seguir siendo.

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