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Donald Trump cumple sus primeros cien días en la Casa Blanca y ya le ha dado tiempo a convulsionar al mundo y a demostrar que no jugaba de farol. El análisis más obvio de su vuelta a la Presidencia de la que todavía es la primera potencia mundial señala que ha hecho justo lo que durante la campaña electoral dijo que haría, más allá de alguna bravuconada que seguro que sólo se creía él mismo, como la de resolver en un día la guerra de Ucrania. Lo que sí ha cumplido con una regularidad milimétrica ha sido la voladura del sistema de alianzas estratégicas que han permitido al llamado mundo libre avanzar durante los últimos ochenta años y de las bases del comercio mundial mediante una política absurda de aranceles tan caótica y desordenada como su mismo estilo de ejercer el poder. También de puertas para dentro ha demostrado que cuando hablaba de razias contra los inmigrantes o de su voluntad de desarticular la Justicia como última garantía de salvaguarda de un sistema democrático no estaba hablando en broma. A estas alturas, no cabe ya ningún atisbo de duda de que Donad Trump es un factor de desestabilización mundial como no ha habido otro en muchas décadas y de que se han abierto escenarios tremendamente peligrosos para la paz y la seguridad internacional, en especial su escalada de tensión con China. En este nuevo escenario, Europa ha perdido su principal referencia de defensa y de mercado y se aboca a reconfigurar su papel en el mundo. Con Donald Trump al frente de su administración, Estados Unidos ha dejado de liderar el bloque occidental y es muy posible que ese papel no lo vuelva a recuperar en el futuro. En el nuevo orden mundial Europa está obligada a buscar su propio papel y a activar los mecanismos necesarios para seguir siendo un agente con influencia en la esfera internacional.
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