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¿Quién lo resiste?

El progresismo se ha convertido en una apasionadora que encuentra poca voluntad de resistencia

Feliz Chesterton que pudo escribir sin matizaciones que “la Iglesia es lo único que salva al hombre de la degradante esclavitud de ser hijo de su tiempo”. Hoy en día, hay salvaciones de nuestro tiempo bastante más nítidas, como la literatura y la filosofía, me temo; aunque la fe y la sana doctrina siguen siendo la salvación esencial. La Iglesia, no como Cuerpo Místico, Santa Esposa de Cristo, sino como institución mundana, parece que ha decidido apuntarse a hija de su tiempo también. Su aspiración antaño fue ser madre de los tiempos, y no sólo de sus hijos fieles. Quería dejar su huella en la historia, y así nació Occidente, con este precioso nombre de pila: Cristiandad.

Eso ya es pasado, como estaremos de acuerdo todos, tanto los que lo celebran como los que lo lamentamos. La polémica sobre las bendiciones a las parejas de divorciados y/o de homosexuales ha de entenderse así. La redacción confusa (siempre tan significativa) del documento pontificio no deja ver claro si se aceptan poco, menos o nada. Pero una cosa sí está clara: la voluntad de marchar al paso que marca la posmodernidad.

El progresismo se ha convertido en una apisonadora. ¿Quién lo resiste? Que el PP de Galicia se pliegue una vez más esta vez al uso del lenguaje de género ha contribuido a esta mi desvalida sensación de abandono. Alguien me podrá decir que no son medidas comparables, pero, para un escritor, el idioma es casi tan íntimo como su fe. Duele ver cómo quienes tienen el poder y el deber de hacer frente a los edictos de un progresismo que quiere decidir qué decimos y qué bendecimos, se ponen de perfil –en el mejor de los casos– o dan la espalda a los que resistimos. ¿Dónde está el Dante que se revuelva y apele al Más Allá?

Y la soledad de los que resistimos es lo de menos. La confusión de los inocentes es peor. La expansión del lenguaje de género, del que todas las Academias de la Lengua abominan, es tal que empieza a ser raro el discurso público que no lo perpetra, por miedo a sonar heteropatriarcal y machista. Cualquiera con un micrófono siente la presión. Dentro de nada, los autores clásicos, aunque sean tan sensibles a la dignidad de la mujer como Cervantes, tendrán que “traducirse” para que su uso correcto del español no chirríe en los oídos reconvertidos de las nuevas generaciones. A los jóvenes católicos, ¿se les podrá explicar una moral sexual cuyos errores se bendicen en las iglesias?

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