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Monticello

Víctor J. Vázquez

vvazquez@us.es

El niño en el árbol

El vino de nuestra conciencia nos enfrenta con esa otra deuda de amor que nunca podremos saldar con nuestros padres

He vuelto a Caná, Madre, para convertir el agua de tu memoria en el vino de mi conciencia. Este versículo lo ha escrito tal que ayer nuestro fraterno Fernando Iwasaki. No es fácil hallar la gran literatura, es decir, la religiosa, aquella que se nos hierra en la piel como a fuego, pero cuando esta aparece es evidente y sabemos que nos va a acompañar siempre. La frase de Fernando, luminosa, me ha hecho pensar necesariamente en aquel tratado que Dios selló con los hombres en el Sinaí, en el primer Mandamiento, de entre aquellos revelados, que apela directamente a nuestra obligación no con Dios, sino con los hombres: Honra a tu padre y a tu madre, para que se prolonguen tus días sobre la tierra que el Señor, tu Dios, te va a dar. Y es la primera vez que, ante esta prescripción elemental, me he percatado de que no hay, en el resto de ese Decálogo divino, mandato que haga referencia a deber alguno para con los hijos, algo que, bien pensado, sólo confirma la sabiduría de la tradición moral de los judíos y cristianos. No hacía falta. Desde que uno conoce a sus hijos sabe que hay una parte del amor, un excedente, que no será recíproca, una pasión secreta de la que estos no tendrán memoria y de la que nunca un padre pedirá cuentas. En ese momento también, el agua de la memoria, el vino de nuestra conciencia, nos enfrenta con esa otra deuda de amor que nosotros nunca podremos saldar con nuestros padres, tampoco con nuestros abuelos, de quienes ya comprendemos que aquella especial atención que ponían cuando nos besaban, las despedidas dramáticas y los recibimientos hiperbólicos, no eran un ejercicio de folklore familiar sino el nostálgico testimonio de que, en su vida, en su tiempo, ya no cabrá ese exceso de sentimiento. El cuarto mandamiento, lo que nos dice es que no honrar ese amor que no se puede devolver, no respetarlo, carece del perdón de Dios.

Leía a Fernando cuando las noticias anunciaban que ya apareció el cuerpo del padre. La fatídica riada, ya conocen la historia, se llevó aquel coche. La madre y la hija se salvaron, el padre y el niño desaparecieron. Después de una espantosa noche, supimos que aquel niño de sólo nueve años fue hallado con vida, encaramado a un árbol. La compasión por aquel padre es inmensa, pero sin duda menor a la que le tendríamos si el destino de él y su hijo hubieran sido inversos. El niño en el árbol, querría su padre, y la vida por delante para hacer vino, como ha dicho el generoso amigo, con el agua de su memoria.

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