Me preocupa mi preocupación. A ver si entre disgustos políticos, religiosos o, mejor dicho, conferenciepiscopales, europeorístas, nacionales, tributarios y casi futbolísticos se me agría el carácter. Antaño fui un columnista alegre, costumbrista, gordo, provinciano y juguetón. Me echo de menos.

Tengo la excusa de que las cosas están que arden. Raro es el día que abro el periódico y no me llevo tres o cuatro soponcios de racimo. Los indultos a la carta, la eutanasia, el informe Matic, otra deforma de la educación… Todo son malos augurios, presagios negrísimos, consejos deprimentes y tendencias suicidas. Se nos conmina a no tener hijos. Se nos instruye en que todo lo hacemos mal y se nos invita a comer cucurachas y a olvidarnos de tener una casa o un trabajo estable. Podríamos escribir los artículos más tristes esta noche e iríamos a tono con los tiempos.

Sería, sin embargo, un error, una traición, un pasarnos al enemigo y hacerles el juego. Porque están empeñados algunos en volvernos la vida tan triste que asumamos que no merece la pena. Lo esencial, por tanto, es demostrarles que la merece y que merece aún más la alegría. Pelear por la alegría es una alegría doble, además: por ella misma y por la propia pelea. Lo avisó (¿quién si no?) Chesterton: «A la vida solo se le saca todo el jugo luchando: los violentos lo arrebatan. […] Esta vida nuestra es un combate muy divertido, pero una tregua bien triste».

Con el añadido barroco de que la pelea es ahora por el optimismo. Por ejemplo, por increíble que parezca, nos aseguran que la última moda es renunciar a la mesa del comedor y que cada miembro de la -dicho sea con perdón- familia -si la hay- coma solo y vegano, viendo una serie de Netflix en su móvil o tableta. Contra el mundo distópico que nos están precocinando, qué fácil y gozosa nos ponen una rebeldía con todos sus avíos: mantel, servilletas de tela, bendición, vasos de cristal, copas, cochinillo al horno, chin-chin, ¿qué me cuentas?, qué bueno, el postre, repetir y acción de gracias. Cuando más me preocupaba mi amargura, vienen los progres y me salpimientan hasta el almuerzo de un exquisito gusto contrarrevolucionario.

El comedor resistente es un caso, pero es todo. Cualquier alegría de vivir, esperanza, ilusión, disfrute del mundo y del arte y de la literatura es un gesto civilizatorio. La reacción 2.0 no es echarse al monte, sino echarse a reír. Ja, ja, ja.

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