El mar abraza Cádiz como si fuera su amante, mientras que el viento peina la ciudad y la lluvia le lava la cara. Lo que pasa es que el Atlántico quiere tanto a Cádiz, son tantos los siglos de entrega y de olas besando sus murallas, que a veces no controla su fuerza oceánica y el abrazo se desparrama por sus playas recordando aquellos años en los que el arrecife ahora desaparecido frenaba el combativo temporal. El viento busca peinar la ciudad como antes, pero su soplo la despeina ahora que las cornisas y los edificios presiden como atalayas aquellas islas inconexas y vacías que los fenicios eligieron un día para quedarse. Y la lluvia que antes regaba huertas y colinas naturales inunda en este siglo las calles y plazas que antes eran tierra y lagunas tapadas. La naturaleza siempre busca su hueco, su sitio, porque su memoria no entiende de añadidos y artificios. Muchos de ellos, además, mal añadidos.

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