Cuarto de Muestras

Saborear

Hay mucho gruñónde la Navidad

Me di cuenta que mi sobrina había crecido el día que le pregunté que qué quería que le pidiese para ella a los Reyes Magos y me contestó que no quería nada. Atrás quedaron las listas interminables, las cartas cuyas peticiones modificaba cada dos por tres o el estudio sesudo de los catálogos de juguetes. Atrás la ilusión de esperarlo todo y de dejar los zapatos, como un niño que aún cree en su suerte, para que amanecieran colmados de caramelos, monedas y pitillos de chocolate. Atrás las preguntas interminables sobre el misterio de los Reyes Magos, las sospechas y finalmente el no quererse enterar de la verdad. No, no quería nada.

Cuando un niño preadolescente tiene el arrojo de ser sincero es mejor no indagar. Si le dices que cómo que no quiere nada, lo más probable es que se encoja de hombros. Pero si le insistes mucho, una es así de pesada, dirá que sabe que lo que quiere no se lo traerán, para finalmente, dar el nombre de ese móvil ultramoderno que sale a relucir cada vez que siente que la vida debiera recompensarle por algo. Bienvenida al mundo de los adultos, no quiere nada porque quiere lo inalcanzable.

Una casa sin niños y con regalos es eso, un cruce de regalos de gente que no quiere nada porque lo quiere todo. O quizás, una suerte de premio de consolación para todos aquellos que no sabemos pedirle a la vida lo que queremos realmente. O, por decirlo con más exactitud, la certeza de que la vida nos regala aquello que no sabemos ver porque no hay nada más grandioso y más difícil a un tiempo que dejarse encaprichar de la vida misma.

Anda la gente estos días quejicosa por lo pesadas que son estas fiestas, porque cada año empiezan antes, por las dichosas comidas, por los regalos que hay que hacer sin ganas, por el consumismo, por la añoranza de los que faltan; vaya, por todo. Y es que estar a la altura de la Navidad, derrochar felicidad y ser generoso, mirar alrededor sin sentimentalismo y con esperanza, saber disfrutar en suma, es muy complicado. No basta con colocar espumillón a diestro y siniestro.

Hay mucho gruñón de la Navidad. Yo misma lo he sido sin demasiadas razones, porque nunca hay razones sino excusas o incapacidad para sonreírle a la vida. Y no hablo de sensiblería ni de la actitud ñoña de ese limbo cursi e insoportable en el que de manera irreal nos quieren instalar a veces. La vida hay que saber sufrirla cuando toca y, disfrutarla, que es lo más difícil.

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