Columna de humo

José Manuel / Benítez Ariza

Mercurio

LA Unión Europea ha decretado la prohibición de los termómetros de mercurio. Y uno, que acata a pies juntillas el argumentario ecológico-sanitario vigente, se echa a las espaldas, como tantas otras cosas, las múltiples ocasiones en que, al romperse el tubito de cristal, tocábamos con los dedos las mágicas gotitas y experimentábamos el vértigo de verlas juntarse y separarse en inasibles orbes escurridizos, que terminábamos barriendo y tirando al desagüe... Esas gotitas, lo sabe uno ahora, habrán contaminado millones de litros de agua, o podrían habernos causado graves intoxicaciones. Como también podrían haberlo hecho, ahora lo sé, los vapores del plomo que fundíamos en un cazo para fabricar plomadas de pescar. Y, sin embargo, esa infancia tóxica a la que hemos sobrevivido, y en la que jugábamos con juguetes sin homologar, comíamos caramelos fabricados en un barreño y manipulábamos inadvertidamente las materias más peligrosas, nos sigue pareciendo, por comparación, más íntegra y sana que la muy controlada existencia que llevamos ahora. Aunque tampoco hay que idealizar el pasado. Bienvenida sea la supresión de todos esos riesgos innecesarios, aunque sea a costa de esta mala conciencia sobrevenida que ahora empieza a aflorar.

Pero lo que me causa verdadera desazón es que todas estas supresiones lleguen por decreto. Conocíamos los peligros del mercurio, y los termómetros digitales se vienen comercializando desde hace lustros. En mucho menos tiempo hemos sustituido los casettes y los discos de vinilo por los cedés, nos hemos acostumbrado a la telefonía móvil y hemos convertido los ordenadores, llegados a nuestras vidas hace apenas un cuarto de siglo, en herramientas insustituibles. Y todos esos cambios se han debido al simple hecho de que, en un momento dado, millones de personas llegaron a la conclusión de que esas tecnologías eran más útiles, prácticas y rentables que, pongo por caso, los discos de microsurco, las cabinas telefónicas o las máquinas de escribir.

En buena ley, con los termómetros de mercurio tendría que haber pasado lo mismo. Pero en esto, al igual que en las hoy desacreditadas finanzas, también han fallado los mecanismos del mercado. Los termómetros de siempre eran más baratos y parecían más fiables que los digitales, por eso la gente los seguía comprando. Ahora sus rivales alcanzan, por intervención gubernativa, la victoria que el público les había negado. Tal vez sus fabricantes contaban con ello. Y a los demás nos queda la duda de si todas las decisiones que han de tomarse para salvar el planeta (y, de paso, a nosotros) serán de este tenor. Si no nos tratarán a partir de ahora como a niños a los que quitan de las manos un juguete peligroso. Como hacía mi madre, en fin, cuando me veía jugar con esas infaustas bolitas de plata líquida, al romperse el termómetro.

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