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Lluvias de barroEl poder de atracción del Papa

La realidad imita al arte, así que el barro real ha hecho su presencia en medio del barro apestoso de nuestra actualidad política

Llevamos unos días de cielo amarillento, sucio, enfermizo. Es como si estuviéramos en la Comala de Juan Rulfo: agua que no es agua, lluvia que no es lluvia, muertos que no están muertos, vivos que no están vivos. Ayer y anteayer se veían coches cubiertos de gruesos goterones de barro. Y uno caminaba con la sensación de que algo muy pegajoso y sucio flotaba por todas partes. Es difícil imaginar un ambiente más desolador, unos cielos más sucios, una luz más cadavérica. Se ve que la realidad se empeña en imitar al arte (o más bien al pésimo arte dramático de nuestra vida política), así que el barro real ha hecho su presencia en medio del barro apestoso de nuestra actualidad política. Hace años se puso de moda que los bañistas se revolcaran en el barro en ciertas playas de Ibiza y Formentera. Algún chalado nos hizo creer que aquel barro que había al borde de las playas era saludable para la piel y tenía propiedades medicinales. Y allá que se veían cientos de personas embadurnadas de barro tendidas en la playa. Luego se supo que aquello era un disparate y que aquel barro estaba formado por desechos más bien innombrables. Pues bien, se diría que nuestros políticos, por muy acicalados que vayan, llevan todo el cuerpo embadurnado de desechos innombrables. Los llamaremos barro, pero el nombre real es mucho menos elegante.

Pero no es justo equiparar por igual a unos y a otros. Hay gente –políticos, claro– que tienen mucha más culpa que otros en el uso indiscriminado del barro como herramienta política. De hecho, se podría hablar de unos usos barriales que vienen de lejos y que ahora se han impuesto por completo. Señalemos algunos: la mentira sistemática; el uso de la Administración Pública como si fuera un cortijo particular; la manipulación histérica de la opinión pública como si estuviéramos en un plató de Tele5; el propósito de mantener como sea el poder para destruir a la oposición e impedir cualquier posibilidad de alternancia de gobierno… Todas estas prácticas –y muchas más– ya son moneda corriente, o mejor dicho, barro cotidiano. Las pusieron en práctica los independentistas que gobiernan en Cataluña y luego Pedro Sánchez y Pablo Iglesias las introdujeron en el resto del país. Pablo Iglesias se dedica ahora a servir ron venezolano en una taberna. Pero Sánchez sigue ahí. Embadurnado. Y embadurnando.

LA Guardia Suiza debe estar buscando sitio para poner todos los regalos que el presidente andaluz dejó en la mesa de Su Santidad. La rama, el cáliz, la caja de dulces, la escultura... Qué aliviado se habrá quedado el séquito de Moreno al soltar todos los obsequios. ¡Ahí los llevas! Como uno que llevó a Roma una caja grande de yemas de las monjas de San Leandro con destino a la despensa de un cardenal. ¡Hala! Moreno se ha dado el baño de prestigio en la Plaza de San Pedro, como en su día María Teresa Fernández de la Vega cuando la enviaba Zapatero antes de tomarse él una taza de caldito en la Nunciatura. Como Yolanda Díaz, como Díaz Ayuso... Todos quieren estar junto al primer líder espiritual del mundo. Aznar acudió a ver a Juan Pablo II pocos días antes de dejar el Palacio de la Moncloa. El presidente Chaves estuvo muy cerca del Papa polaco cuando acompañó a monseñor Amigo en la ceremonia en la que recibió la birreta cardenalicia. Formaba parte de un séquito liderado por el vicepresidente Javier Arenas. El socialista Antonio Ojeda sí conversó con el Santo Padre en la Basílica de San Pedro en 1985 con motivo de unas beatificaciones. Era entonces el primer presidente del Parlamento de Andalucía, un encuentro que tuvo como testigo al entonces embajador de España ante la Santa Sede, Nuño Aguirre de Cárcer. Poco tiempo después sí hubo un andaluz recibido en audiencia por aquel gigante de la Iglesia. Juan Salas Tornero acudió al Vaticano con motivo del centenario de la Cámara de Comercio. Las estancias del Vaticano deslumbran hasta a los cardenales de provincia con tan solo apreciar las escalinatas. Hasta el rey Juan Carlos confesó que es de los sitios donde se ha sentido más abrumado al recorrer por primera vez un salón detrás de otro para llegar a la estancia donde se celebró su primer encuentro con un Papa. Francisco ha hecho todo más sencillo, tanto que ni siquiera usa la residencia oficial. Duerme en Santa Marta, la hospedería creada por Juan Pablo II donde se enclaustran los cardenales en tiempo de cónclave. Allí durmió cuando llegó a Roma para participar en las sesiones de la Capilla Sixtina (Extra omnes) y en ella sigue. Tampoco usó la estola de los cuatro evangelistas cuando se asomó al balcón recién elegido en aquella noche con llovizna en la que los italianos esperaban el nombramiento de Angelo Scola. Y sigue con la misma cruz pectoral, caracterizada por su extrema sencillez. El Papa recibe a unos y a otros. Nadie desaprovecha la ocasión. Los siglos, cuando menos, son respetados y tienen un indudable poder de atracción. Sobre todo para quienes ostentan un poder que dura quince minutos si se compara con quienes trabajan para la eternidad...

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