Familias que aún confían

Una prioridad de cualquier política educativa tendría que ser no defraudar a las familias

Cuando algo ocurre tres veces, me paro. La primera vez, intento fijarme, porque procuro andar atento. Dos veces, qué curioso, anda. Pero si tres, algo importante pasa, y yo no puedo pasar. Pasó ayer, dando un paseo por mi pueblo, mientras hacía tiempo para recoger a mi hija de sus clases (de costura). Oí a una señora diciéndole a su nieto que estudiase mucho en el colegio. ¡Muy bien, señora!

Luego, a dos matrimonios hablando con mucha seriedad de los exámenes de sus hijos. Y por último a otra madre conminando al suyo por teléfono para que hiciese la tarea. Puedo equivocarme, pero en ninguna de las tres escenas nadie tenía pinta de tener una carrera universitaria. Era gente sencilla que seguía teniendo fe y esperanza en el sistema educativo. Se palpaba una confianza en que la enseñanza es un ascensor social y, todavía más, una herramienta para educar a los niños en virtudes y en conocimiento. Abuelos y padres que se apoyaban en la escuela.

Como profesor, sentí orgullo. Y aún más: responsabilidad. Nunca sé cómo de serio he de tomarme los indicadores y las estadísticas sobre el estado de la enseñanza. Me temo que hay variables variables, diversas presiones, datos cogidos por los pelos y cocina a lo Tezanos. Mejor enfrentarse a la prueba de mirar a los ojos a esos padres que aún confían en la escuela.

Es una prueba mucho más dura, pero imprescindible. ¿El sistema educativo español está de verdad ayudándoles a formar alumnos mejor preparados, más libres, mejor educados, más íntegros y más cultos? Eso es lo que ellos esperan, mientras animan a sus hijos a estudiar y les recuerdan sus deberes.

La sociedad necesita una enseñanza que responda a esas aspiraciones familiares, pero también necesita esas aspiraciones familiares para poder ser una escuela en condiciones de responderlas. Es un círculo virtuoso que no podemos permitirnos quebrar ni directamente ni por el método implícito de ir soltando criaturas tituladas que no cumplen, no ya los requisitos de una ley o de otra o de la próxima que venga, sino lo que cualquier abuela espera que signifique esa titulación. Cumplir cualquier requisito reglamentario sin estar a la altura de la fe de las familias en la enseñanza no es más que hacernos trampas al solitario. Nuestro trabajo podría resumirse en hacer posible que los hijos diesen, al final, las gracias a los padres que les animaron a estudiar en serio porque mereció la pena.

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