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¡Oh, Fabio!

Luis Sánchez-Moliní

lmolini@grupojoly.com

¡A las armas!

No podemos considerar irreversibles algunas demoliciones físicas y simbólicas, como la del escudo del Senado  Vigencia de Napoleón

El cambio.

El cambio. / DS

MUCHOS años después volví a la biblioteca de la Escuela de Estudios Hispanoamericanos. Cuando mi anfitrión abrió la puerta estuve al borde del desmayo: las antiguas y nobles maderas, los sillones frailunos, la atmósfera de reposado humanismo... todo había sido sustituido por un mobiliario de anodina actualidad, contundentemente vulgar, propio de un instituto de nueva planta de la periferia. Nunca hasta entonces había tenido conciencia de forma tan clara de cómo la modernidad mal entendida puede asesinar el encanto de algunos lugares y convertirlos en auténticos adefesios. La vieja y ya desaparecida biblioteca no solo cumplía con su función de almacenar y facilitar la consulta de libros, sino que insuflaba a sus visitantes un absoluto respeto por el lugar. Tenía algo de capilla, de lugar sagrado en el que el usuario notaba claramente el peso de la cultura y el conocimiento. Era un lugar útil y solemne al mismo tiempo. Todos los que pisábamos sus umbrales nos sentíamos mejores. ¿Qué había pasado para tan desconcertante destrucción? La anfitriona me dijo que algún cretino con mando en plaza había decidido que la estética de aquella sala era “demasiado franquista”, lo que automáticamente supuso su pena de muerte.

Algo parecido he sentido con la noticia del cambio de escudo del Senado. Las armas de España, el Toisón y la corona del reino han sido sustituidos por un logo que representa de forma esquemática el edificio que acoge la Cámara Alta. “Genera menos estrés visual”, ha dicho un lumbrera. Y lo más sangrante del asunto es que la tropelía se ha cometido con el PP al mando. La sustitución es un atentado contra la historia, la belleza y la tradición, pero también contra la idea de igualdad entre todos los españoles. Porque, frente a los hermosos escudos de armas de los linajes del Antiguo Régimen, que mostraban con orgullo las hazañas y privilegios de sus poseedores, el escudo del Senado, con su león, su castillo, sus barras, sus cadenas y su granada, eran la plasmación simbólica de una nación unida y en libertad, con ciudadanos iguales en derechos. Ese escudo representa nuestra nobleza colectiva, la hidalguía universal de la democracia. Todo aquello con lo que ahora quieren acabar algunos.

Desde hace ya muchos años, España está sufriendo un vaciamiento simbólico cuya intención no puede ser inocente. El otro día, el amigo Enrique García-Máiquez hacía un llamamiento para la reconstrucción de todo aquello que está siendo destruido, bien por sectarismo político, bien por mera necedad. No podemos considerar como irreversibles algunas demoliciones físicas y simbólicas. Hay que levantarse en pluma, papel y tinta contra este exterminio de nuestros emblemas. ¡A las armas! (a las heráldicas me refiero, claro).

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