COMIENZA estos días, en serio ya, y con gran éxito de público, la contienda jurídica a la que irremisiblemente nos arrastra el muy poco sentido -¿dónde ese seny del que tanto presumen?- que está demostrando estos días una buena parte del pueblo de Cataluña; una contienda en la que, no obstante tenerla perdida de antemano, se meten hasta las cachas sus líderes políticos en la firme convicción de que el Gobierno central no tendrá en el futuro lo que hay que tener para utilizar, contra ellos y sus decisiones, la fuerza de las leyes, a fin de hacer valer su primacía también en ese territorio.

Fiándolo todo a esa carta -lo que es mucho fiar- e invocando como justificación retórica una pretendida e inexistente legitimidad democrática, han parido una pueril hoja de ruta plagada de ilegalidades que, si el Estado se rajara -que no se rajará-, les conduciría irremisiblemente a su tierra prometida: el furgón de cola de la construcción europea.

Frente a esta estrategia de confrontación sostenida empleada por el nacionalismo catalán, con exabruptos diarios y majaderías a montones, la que el Gobierno central está empleando, creo que con el apoyo mayoritario de la ciudadanía, asentada en esta materia, cada vez más, en sólidas bases de sensatez, es la de la templanza, el aguante y la pedagogía, a fin de lograr, en el medio plazo, que el apoyo popular a las tesis soberanistas se reduzca progresivamente hasta que éste, por sí mismo y como suele suceder, se convierta con el transcurso del tiempo en políticamente irrelevante.

Y mientras que estas dos estrategias se van produciendo simultáneamente, los ciudadanos, atónitos, veremos circular en los próximos meses mandobles jurídicos entre Barcelona y Madrid hasta que llegue el momento de la verdad, aquél en el que los nacionalistas creen que no habrá huevos y el Gobierno central que sí los habrá.

Comienza, pues, esta pelea, con la hilarante declaración de soberanía que prepara estos días el Parlamento de Cataluña, a la que responderá sin tardanza -eso espero, al menos- el Gobierno con su impugnación -ex artículo 161.2 de la Constitución-, por tratarse de una resolución sin fuerza normativa dictada por un órgano de una comunidad autónoma y ser su contenido contrario a la Carta Magna, concretamente, entre otros muchos, a su artículo 1.2., que establece que "la soberanía nacional reside en el pueblo español, del que emanan los poderes del Estado"; impugnación que provocará necesariamente que el Tribunal Constitucional suspenda primero y anule después la ampulosa declaración, que por tanto, y a todos los efectos legales, nunca habrá existido.

A continuación vendrá la Ley de Consultas que aprobará el Parlamento de Cataluña en desarrollo del artículo 122 de su Estatuto de Autonomía, desarrollo legislativo éste que desbordará evidentemente, no sólo lo permitido por la Constitución, que también, sino palmariamente lo que en él mismo se establece, ya que, como es sabido, excepciona expresamente de la competencia exclusiva catalana en esta materia la autorización de las consultas populares por vía de referéndum, que corresponde exclusivamente al Gobierno de la Nación en los términos del artículo 149.1.32 de la Constitución.

La Ley de Consultas será irremediablemente recurrida por el Gobierno sobre la base de lo dispuesto en el artículo 161.1.a. de la Constitución, procediendo el Tribunal Constitucional a suspenderla primero y anularla después en todo aquello que directamente o por medio de cualquier subterfugio o mecanismo indirecto que constituya fraude de ley o abuso de Derecho intente burlar esa previsión constitucional.

Por último, y a pesar de no tener fundamento legal alguno que la sostenga, la Generalitat, con su presidente al frente, de victoria en victoria hasta la derrota final, procederá, como órdago a la grande y traca final, a convocar un referéndum de independencia con una pregunta que será parecida, en lo complicado de su formulación -los más mayores lo recordarán bien-, a la que Felipe nos planteó sobre la OTAN hace ya unos cuantos años.

En ese momento, tras la correspondiente suspensión y anulación, llegará la hora de la verdad, y se producirá el choque de trenes que todos estamos esperando, porque la Generalitat, sirviéndose de su poder institucional, intentará llevar a término, de una forma o de otra, sus anhelos plebiscitarios y el Gobierno de la Nación se verá obligado -no tendrá otra alternativa y ahí es donde Mas se equivoca de plano- a utilizar la fuerza mínima y necesaria para que el Estado de Derecho prevalezca en Cataluña.

A partir de ahí, cualquier cosa podría suceder porque, como ustedes saben, "las escopetas las carga el diablo". Sin embargo, mi pronóstico, como les decía ya en alguna ocasión, no es tremendista ni mucho menos, porque al final, la fuerza de la democracia, de nuestra democracia, terminará por convertir en normal, más allá de interesados victimismos, lo que hoy todos nosotros vemos todavía como algo excepcional.

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