Cuarto de Muestras

Denles cariño

A mayor ofensa, mayor gloria, como en los recreos escolares de la oprobiosa de Franco

La política lo caricaturiza todo, hasta la ofensa. Nuestros políticos actuales resultan ser de pitiminí y últimamente todo les agrede. Son pequeños, suaves; tan blandos por fuera, que se diría todos de algodón (ellos y ellas, que no quiero problemas). Lo vengo observando: en su fondo superficial les hace ilusión ser atacados. Salen de sus casas por las mañanas con la fantasía de que alguien les pueda decir algo feo para poder sentirse heridos adecuadamente. A mayor ofensa, mayor gloria, como en los recreos escolares de la oprobiosa de Franco. Son infantiles y educaditos en apariencia. Andan por los pasillos con cara de mártires, dispuestos a que alguien les arroje la primera piedra para esconder su sonrisa y poder hacer exhibición del agravio. Hay una escenificación impostada del "mira lo que ha dicho, no me lo puedo creer…se va a enterar todo el mundo". Lejos queda el ambiente de taberna del parlamento inglés que tan sano parece, o al menos, se lo pasan muy requetebién. Así da gusto. Aquí no, aquí, menos Rufián, al que le gusta ser locuaz y presumir de malote, todos han adoptado un tono tan civilizado que enerva. La voz de algunos es un pellizquito de monja que más que doler, irrita.

Bueno, hay a quien la ofensa le sienta muy bien, le salva. Le pone cara de: ahí, ahí quería llegar yo, a que usted metiera la patita y tuviera que pedirme disculpas, a que la sociedad conozca mi delicadeza y su talante agresor. Que me obligue a perdonar sus ofensas como manda el padrenuestro y la Santa Madre Iglesia. Recibir un insulto se ha convertido en una suerte de timbre de gloria que puede agravar el trastorno narcisista. Me insulta porque yo lo valgo, dicen Irene Montero o Díaz Ayuso, protomártires de la política, cuando son saeteadas. Qué dolor.

Por aquello que tanto repite mi madre de que "lo poco espanta, lo mucho, amansa" todos llegan al atril esperanzados, casi heridos de antemano, con sus papeles aprendidos y su lacito en el ojal reivindicando una buena causa. Tienen asegurados los aplausos de su bancada antes de terminar cualquier frase. Disfrutan tanto del gamberrismo chiquito que han conseguido que los discursos no digan nada, que un aspaviento valga más que mil palabras. Que todo suene a letanía larga y monótona. Les gusta escandalizarse, lo necesitan. Son como niños. Por favor, denles cariño, díganle algo feíto.

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