José De Mier Guerra /

El Cerro de Santa Ana

Son muchas las veces que he subido al cerro de Santa Ana, no solo los días de romería. De pequeño a menudo me mandaban allí para sacar "arena para fregar", o iba para jugar con los compañeros en las abandonadas canteras que se encontraban en la parte trasera o para hacer guerras con "los tomatitos del diablo", que eran frutos que crecían por la ladera de unas matas grandes con púas y flores de colores violetas, redondeados, mas pequeños que los tomates comestibles y de tonos verdes, amarillo y negro. Su interior tenía como una ceniza semi-líquida que manchaba la ropa. De mayor, además de para ver a la Santa, subo a admirar la hermosa vista que desde allí se domina. Incluso intervine en la reparación de la ermita a la que se colocó una nueva solería y se restauró su imagen. Me apasiona el cerro hasta con levante.

A pesar de tener tanta relación con la ermita y de haber hablado con tantas personas sobre el cerro de Santa Ana, nadie me contó nunca el enterramiento, en el cerro, del general francés Senármont, del coronel Degennes y del capitán Pinondelle, que se produjo el 28 de octubre de 1810. Los tres habían perecido el día anterior mientras inspeccionaban la batería francesa de Vallette en el término de Chiclana. Un obús de 8 pulgadas lanzado por los españoles desde la batería de los Ángeles les alcanzó de lleno causándoles la muerte.

Todo el sepelio se celebró con gran pompa, como muy bien nos describe el historiador Juan Torrejón en su artículo del Diario de Cádiz del 26/4/2011. Seguro que, con la presencia obligada de casi todos los chiclaneros, se velaron los cadáveres en la casa de D. José Retortillo, conde de Torres. La ceremonia religiosa se celebró en la Iglesia de San Telmo y el enterramiento en la ermita de Santa Ana, con la presencia de los generales Cassagne y Villatte que expresaron su pena y la del ejército de Napoleón por tan sensible pérdida.

Los chiclaneros que ya llevaban sufriendo la ocupación francesa más de ocho meses tuvieron que reprimir su sonrisa de satisfacción ante el acierto de la artillería española, pues aunque hubiera sido un poquito de chamba, había servido par frenar los humos de la potente artillería francesa. No vieron con agrado que aquel lugar se le quisiera llamar a partir de entonces como el cerro de Senármont.

Coincidiendo con la nueva invasión de los franceses por el ejército de los "Cien mil hijos de San Luis", hecho ocurrido solo trece años después de producirse el enterramiento, Amadee de Senarmont, hermano del general, se interesa por el lugar donde se encuentran los restos de su hermano. Le contesta el vizconde Tirlet, comandante de artillería en aquel momento: "Lo que temía ha llegado, los españoles rompieron el entierro en la capilla de Santa Ana y la multitud enloquecida tiró al viento las cenizas del hombre generoso que protegía, en medio de los desastres de la guerra".

Es fácil deducir que una vez que las tropas francesas abandonaron la ciudad en agosto de 1812, los chiclaneros, que subirían para ver la situación de la ermita, se sintieran terriblemente indignados pues la ermita quedó fatalmente inutilizada, su aspecto sería terriblemente triste y sería el origen de la frustración y enloquecimiento de la población que hizo saltar la violencia para que se profanaran y se hicieran desaparecer para siempre aquellos enterramientos.

Ante este hecho, que pudiera interpretarse como irrespetuoso contra el ejército francés, la nueva presencia en la bahía del ejército de Angulema, con la llegada de los "Cien mil hijos de San Luis", de 1823 a 1828 debió de crear nuevas preocupaciones entre los chiclaneros ante la posibilidad de posibles venganzas por parte de las autoridades francesas. El silencio y la idea de olvidar aquellas situaciones de vergüenza y tristeza fueron el motivo de que no se reconstruyera la ermita hasta 1852 y tal vez el fundamento de que popularmente no se comentara ni se hiciera alusión durante mucho tiempo a aquellos penosos acontecimientos.

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