la tribuna

Emilio González Ferrín

Ben Laden: el perro y la rabia

HA muerto un seudónimo; el que usaba todo hijo de la gran vecina como altavoz internacional para sus terrorismos locales. Ha muerto un genérico, recetado durante dos décadas por analistas y analistos, que así podían ilustrar sus apocalipsis con fotos y mapas concretos. Ha muerto, en fin, un extraño maquis de la Guerra Fría, atrapado en aquella compleja forma de distinguir entre fines, objetivos e intereses: lo habían engordado como a un pavo afgano contra Moscú, y no se enteró del final de la función hasta que el telón -aquel de acero-, le empezó a caer encima, en pequeñas dosis mediáticas: campañas presidenciales a las que se asomaba para que otros pudiesen justificar presupuestos de Defensa, discursos de satrapías árabes -ya en vías de extinción- en los que aparecía como aval de estados de sitio, e instrucciones de sumarios en países cuyas poblaciones no dormirían si resultase que no todos los malos vienen de fuera.

Sin embargo, no creo que haya muerto un Mengele; un Hitler, Stalin o Pol Pot, sino un chivo expiatorio. Cuando, a mediados de los noventa, lo entrevistó el periódico árabe Al-Quds, la tirada de ejemplares aquella mañana duró quince minutos en la calle. Por entonces, era aún una especie de Mahdí, un adalid de liberación de oprimidos. Ya había conjurado sus recuerdos de pijo árabe del Golfo, con el clásico currículum de crápula en Europa; ya había cambiado el garito por la mezquita, la ahumada pipa de Amsterdam por el kalashnikov. Así se lo encontró Robert Fisk, y así lo incluye en su imponente volumen de memorias en Oriente Medio: Osama ben Laden era un millonario saudí que había llegado a Kabul montado en un bulldozer, y ahora compraba cosechas de cereales a precio de opio. Su compromiso consistía en diversificar la agricultura afgana, y la única forma era subvencionar los cultivos menos rentables. Verdad o mentira, las voces y los ecos de su discurso se propagaron por todo el espacio islámico. Desde voluntarios en Bosnia o Chechenia, matones en Argelia o adolescentes perdidos en Palestina, hasta los juramentados independentistas de Cachemira, las barbas del Che fueron sustituidas por las de Osama en las camisetas anti institucionales.

Antes del cambio de siglo, Osama ben Laden no era aún el villano de todo y todos. Con el sex-appeal político de todo buen enfant terrible, fue el artífice de muchos ataques de gota entre Texas y Riad. ¿Cómo compaginar aquel niño malo de casa bien -como decía el tango- con los intereses de la compañía Ben Laden en Estados Unidos, o el miedo a la república en Arabia Saudí? A finales de los noventa, Osama era aún poco más que una primera amenaza al feudalismo saudí desde dentro. Entonces, cayeron las Torres Gemelas. El huracán mediático inauguraba visos poscontemporáneos, y las noticias empezarían a llover sobre la tierra mojada de una joven onda corta: cadenas de televisión no controladas por los grandes estados, acceso doméstico a tales cadenas de un modo clandestino y, sobre todo, el agua potable en casa que empezaba a significar internet, sólo a la espera de su banda ancha en las redes sociales.

El siglo XXI comenzó cuando en todo el mundo podían verse los mismos telediarios, en los que siempre aparecía Osama ben Laden. La catástrofe de Nueva York sólo podía tener una contrapartida mínimamente compensatoria: un mal de ese calibre no pudo ser obra de mala suerte y circunstancia, sino que requería el concurso previo de Godzilla, del Doctor No; y ahí nació el Osama que ahora ha muerto. Un día después de canonizar al único beato no local en la historia -Juan Pablo II, venerado por igual en todos los rincones del mundo-, muere el único villano ensombrecido por la misma circunstancia.

Esa globalización incorpora un elemento -las prisas- que bien pronto logró que nadie quisiera hacerle un seguro de vida a Osama ben Laden: si en las fiebres terroristas de los setenta, a la hora de reivindicar un atentado, se requerían unos mínimos de fiabilidad -testimonios de preparación previa, demostración de capacidad, resolución, disposición, etcétera-, con la demonización global de Osama se pasaba por alto el detalle minucioso -no hay tiempo, las noticias caducan antes-, en aras de un mínimo común denominador: ¿barbas, coranes, mortajas? Ha sido Osama ben Laden, y el sofisticadísimo organigrama de Al Qaeda. La oficina de patentes pasaba a funcionar a posteriori, con la comodidad del impacto mediático: ¿algún barbudo ha dado cobardemente en el blanco fácil de cualquier rincón, inocentemente desguarecido? Hemos sido nosotros. Y los expertos en yihadismo, a colorear sin salirse.

Con la muerte de Osama se coronan tres días de monodosis mediática internacional: boda, beatificación y erradicación del Atila de las reivindicaciones terroristas -¿para cuando, el día de tele intrascendente?-. Ha muerto el perro; ¿se acabó la rabia?

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