Mientras paseo la vista por los acantilados, respiro el aire del nuevo verano, moderno y luminoso, cargado de prejuicios y protecciones para todo, solares, medusales, anti alergias… un verano accesible, limpio, con rampas, duchas, baños, banderas, seguridad, socorrismo, neumáticas y… de todo… un sinfín de circunstancias impensables en aquel verano del setenta y pico.

En aquellos míticos veranos la protección, del todo innecesaria, que imperaba se formaba de dos máximas inmutables. La primera consistía en la consabida digestión, que ahora observo que coincidía siempre con la hora de la siesta, que de portuenses maneras duraba dos horas, las dos horas que, bajo el sol de justicia, empleábamos en hacer boquetes con palas de plástico duro o guerras de bolsas de pipas llenas de arena, y ello mientras nuestros progenitores, que siempre pensaban en nuestra seguridad, aprovechaban en dormir la siesta bajo la lona, y, ahora que lo pienso, no sería que había gato encerrado en eso de esperar dos horas para bañarse.

Y la segunda, las cangrejeras, los odiados zapatos que siempre eran de colores feísimos y que se nos soldaban a los pies para evitar los cortes. Dichas medidas de seguridad se acompañaban con unos servicios de playa que eran todo un lujo, sobre todo por aquella musiquilla que animaba las tardes desde los altavoces conectados a la caseta del botiquín, y en donde había una agradable señorita nos informaba puntualmente de las horas que el reloj marcaba… “son las siete de la tarde”.

Pero si con algo me quedo de aquellos veranos del setenta y pico es con aquella mítica frase, una frase que nos acompañará durante toda la vida, frase que todos deseábamos escuchar algún día con nosotros como protagonistas. Y es que no hay nada mas bonito que escuchar a lo largo y ancho de toda la playa tu nombre, tu momento de gloria…”se ha perdido un niño, viste bañador rojo y responde al nombre de Pedro”, y ello mientras Pedro, que sabia perfectamente donde estaba, jugaba con una mariquita en las rocas de espigón.

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