Visto y Oído
Bellas Artes
El Alambique
Decía Baudelaire que, de entre todas las fieras, el monstruo más inmundo, el que se tragaría el mundo de un bostezo infinito, es el tedio, ese “monstruo delicado” que nos llena los ojos de llanto involuntario. El poeta maldito se adelantó así a su tiempo localizando uno de los males que nos aquejan, el temor a un mundo monótono, a un desierto de tedio.
Las sociedades modernas, cuando cubren sus necesidades básicas, necesitan llenar de actividad el tiempo de ocio para no caer en este mal. José Carlos Ruíz, profesor de Filosofía en la Universidad de Córdoba, colaborador de la Cadena Ser los viernes, con su sección “Más Platón y menos WhatsApp”, acuñó el término “turbotemporalidad” para hablar de una enfermedad que yo creo que sería la contraria al tedio de Baudelaire, la provocada por la aceleración, el vivir en una constante prisa que necesita de más y más estímulos y que hace que se ensanche el presente, que pierda vigencia el pasado y que apenas tengamos futuro a fuerza de adelantarlo. Ahora nada dura mucho, necesitamos hiperestimularnos, no sé si para evitar encontrarnos a solas con nosotros mismos, para huir de la tentación de pensar.
Parece que solo ante la desgracia, ya sea la inexorable de una catástrofe natural o la íntima de una enfermedad, una accidente… somos capaces de valorar la rutina con sus pequeños y ordenados gestos. El viernes pasado, ante el horror de las consecuencias de la terrible Dana, este filósofo decía que “la desgracia rompe lo establecido, el esquema mental de control de lo rutinario”. “Lo que dota de sentido gran parte de la vida de una persona es la rutina. Lo rutinario es la esencia de la construcción de la identidad”. Y sin embargo, solo en la desdicha, cuando se invierte el orden jerárquico de la vida, apreciamos lo que se tenía que haber abrazado, los pequeños gestos significativos que son los realmente nutrientes.
Ojalá no viviéramos tan alejados de nosotros mismos como para olvidar que la sustancia está en lo que somos a diario y no en lo que hacemos en esa desaforada búsqueda de la experiencia nueva que llene cualquier hueco vacío de actividad. Es de nuevo el “horror vacui” adaptado a nuestro tiempo.
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